Hace unos años aparecieron imágenes en los telediarios de las colas de peña —llamarlos alpinistas, en algunos casos, es un insulto a quienes glorifican tal condición— haciendo cola para hollar la cumbre del Everest, la montaña más alta de este planeta; el momento esperado después de dejarse cerca de 11.000 pavos sólo en el visado más lo que te rondaré morena para avituallamiento y demás. Foto en la cima para que todo Cristo urbi et orbe me vea allí, en lo más alto del mundo, y luego a presumir de la hazaña en Facebook, Instagram y la puta que los parió, que diría el Maestro Sabina. Eso, los que tienen suerte de salir vivos del asunto.
¿A qué viene este chorrear sangre por el colmillo con el que me he sentado hoy ante el teclado? A que, precisamente, tal día como hoy de 1953, un inglés y un nepalí fueron los primeros en decir que sí, que ellos habían hollado la cumbre más alta del mundo; ellos sí podrían contar a sus nietos aquello del Guerrita, el famoso torero cordobés: “Después de mí, naide”. Y es así: Hillary y Norgay fueron los primeros, los pioneros. Después, la avalancha. Pues eso, nadie.
Que la cima del Everest dejaría de ser virgen más pronto que tarde lo tenían los ingleses, especialmente, entre ceja y ceja. Ya lo intentaron por primera vez en 1921 y la cosa no terminó bien, como se puede suponer. Tras aquellos pioneros hubo diez expediciones y dos pirados a su bola —tal cual—que siguieron el mismo camino. Pero en 1950 se hizo la luz; o más bien se descubrió una nueva vía en el recién constituido Nepal; la vía Sur, dejémoslo en más asequible que las intentadas hasta la fecha, auténticas paredes de hielo y nieve, cascadas imposibles de sortear.
Cuando todo parecía indicar que serían los suizos los primeros en lograrlo —el legendario Raymond Lambert se quedó a poco menos de 300 metros de la cima en compañía del sherpa Tenzing Norgay—, a los ingleses se les metió ahí, sí, ahí, que los primeros tenían que ser ellos. Para ello contrataron a Norgay, que había rozado el larguero un año antes, y por lo tanto conocía el percal al que se enfrentaría una nueva expedición inglesa. En la aventura le pusieron como compañero a un apicultor neozelandés llamado Edmund Hillary. Apicultor, sí, pero que de montaña sabía un rato, pues aquella iba a ser su cuarta expedición al Himalaya y de forma física iba como un cañón. De eso pueden dar cuenta los glaciares de su tierra, que se conocía de memoria.
Con todo ello, la cosa, como es de suponer, de fácil tuvo poco o nada. Doce días gastó la expedición inglesa en seguir la ruta abierta por los suizos el año anterior —entre otras cosas, porque de hielo andaban justos de experiencia, sea dicha la verdad— hasta que el día 21 de mayo alcanzó el collado sur; y nevando a lo bestia sobre el Everest. Una locura y ascender a la cumbre en esas condiciones, lo mismito. Previamente al intento de Hillary y Norgay, hay que destacar el de otros miembros de la expedición, Evans y Bourdillon, que se quedaron a apenas cien metros de la cima. Una pena. El cansancio y la falta de oxígeno les obligaron a dar la vuelta.
Tres días después, ahora sí que sí, Hillary y Norgay se pusieron manos a la obra. Sería la del alba cuando decidieron conquistar la cima, pero la hora que sí está clara es a la que hollaron la cima: las 11:30 de la mañana. Como curiosidad, Hillary tuvo que escalar entre un pilar de roca y un puente de hielo para salvar uno de los peores obstáculos antes de alcanzar la cima; una espuela de doce metros de altura que, desde entonces, recibe el nombre de El Escalón de Hillary.
¿Qué hicieron ambos ya en la cima? Nada de fotos para inmortalizar el momento —suerte que entonces no existían los móviles—. Se estrecharon la mano según la tradición anglosajona, siempre tan correcta y educada. Pero Norgay era nepalí y dijo que nada de una chorrada de apretón de manos. Un abrazo en condiciones, copón, que esto es la cima del mundo y somos los primeros en contemplarlo desde aquí.
Después de permanecer quince minutos en la cima y de aprehender lo que pocos, muy pocos pueden contar después, regresaron al campamento. Al primer compañero que encontraron por el camino, el también neozelandés George Low, le soltó Hillary este ya legendario saludo: “Bueno, George, ¡hemos acabado con ese bastardo!”.
A su vuelta a Inglaterra, Edmund Hillary fue nombrado Sir por su graciosa majestad y desde entonces se le conoce como Sir Edmund Hillary. Por su parte, Tenzing Norgay dedicó toda su vida a la montaña como guía, formador y empresario; incluso uno de sus hijos subió también al Everest.
Ahora, ¿quién de los dos fue el que, de verdad, pisó la cima del Everest por primera vez? Hillary. Por si alguna vez os sale la pregunta jugando al Trivial.