Tal que un 24 de agosto del año 79 después de Cristo —otras fuentes lo sitúan allá por el mes de octubre. Cosas de cómo se interpreten el calendario romano y los textos de la época—, Pompeya desapareció del mapa. De un plumazo. Por obra y gracia de un volcán llamado Vesubio, que a partir de ese momento se ganó para los restos la fama que tiene; y al que los pompeyanos no hicieron ni el menor caso —y aquí viene lo guapo del asunto— porque no tenían ni santa idea de lo que era un volcán. El resultado, como dice la canción de Bola de Dragón Z, fue luz, fuego, destrucción. Y en lugar de aquello de que el mundo puede ser una ruina, eso es lo que Pompeya fue. Y ahí está, para que turistas de todo el mundo se paseen por sus restos como si nada, foto aquí, foto allá, maquíllate, maquíllate, y qué bonitas esas figuras de yeso. Todo eso.
A lo que vamos: el día 24, ya sea de agosto o de octubre, la cosa se despertó no muy allá. Que si un temblor por aquí, que si otro por allá… Temblores que se venían repitiendo desde semanas atrás y que tampoco extrañaban tanto, pues unos años antes —en el 62 antes de Cristo—, un terremoto ya dio señales de que se mascaba la tragedia, oe, oe. Pasado el tiempo, los expertos no dudan en admitir que se trataba de una advertencia del Vesubio. Que me estoy despertando y me voy a levantar, a ver si estiro las piernas y me pego un voltio, como canta Alaska en Abracadabra. Pero, nada, los pompeyanos, a lo suyo. Los dioses, que se cabrean y tal. Ofrendas para que no se mosqueen, algunos edificios destruidos a consecuencia de aquel terremoto, a reconstruirlos, y a otra cosa, mariposa. En consecuencia, era el momento de buscar el bingo.
Y el bingo llegó, como decía, que me enrollo más que las persianas, aquel día 24. Temblores, y tal. Y a eso del mediodía, el Vesubio pegó tal petardazo que hasta el emperador —Tito Vespasiano Augusto por esas fechas— lo pudo escuchar en Roma, a trescientos kilómetros de distancia. Luego vino lo que ya se sabe: primero, una lluvia fina de cenizas y una nube enorme elevándose sobre la cima de la montaña. Y los pompeyanos mirándola. Qué bonita, qué cosas, qué humo, qué negro; luego, cascotes a cascoporro y, ahora sí que sí, la peña corriendo por las calles para refugiarse donde pudiera; más tarde, rocas del tamaño de un chalet en primera línea de playa en el Mar Menor que arrasaron todo lo que encontraron a su paso; y para rematar la fiesta, nubes piroclásticas —una mezcla de gases, cenizas y polvo en suspensión a una temperatura de unos ochocientos grados, grado arriba grado abajo. Una cosa muy chunga, vamos— precipitándose por las laderas del Vesubio para no dejar bicho alguno con vida. Hasta seis, aseguran los expertos, de esas nubes asolaron la ciudad.
Total, que al día siguiente, cuando el Vesubio decidió que ya era hora de recogerse y pegarse otra sobada, de los habitantes de Pompeya no quedaba ni Perry; de Pompeya, el recuerdo; y del Vesubio, una montaña que no se parecía a la que hasta ese momento se había conocido. Lo que antes era un cono casi perfecto, ahora era una montaña cuya cima había volado en pedazos diseminados en decenas de kilómetros a la redonda, o enterrados en un mar de cenizas bajo el que reposaría Pompeya durante bastantes siglos.