El 3 de septiembre del año 301, a un canterano dálmata ―natural de la Costa Dálmata, Croacia. No que perteneciera a esa raza de perros― llamado Marinus se le hincharon los cojones, harto ya de la persecución contra los cristianos decretada por el emperador Diocleciano ―no los podía ver ni en pintura. Así lio la que lio el tipo―, y se largó de su isla natural, la de Arbe. Como habréis colegido, que os tengo por avispados, Marinus era cristiano y sabía que de seguir viviendo en su isla iba a tener problemas o se los iba a buscar sin querer, lo que viene a ser lo mismo. Así que, por si las moscas, se refugió en una cima de los Apeninos ―el Monte Titano― en compañía de otros de su grey, también hartos de lo mismo de lo que estaba harto el fulano. Una vez allí, y con la seguridad ―relativa. Que nunca se está seguro del todo en ninguna parte― de que los romanos no iban a husmear por los alrededores, Marinus y su compañía levantaron una iglesia dedicada a San Pedro y se dedicaron a vivir en paz y tranquilidad. Que no es poco.
Con el tiempo, y gracias a que una mujer piadosa de Rímini cedió el terreno en el que se asentó a aquella comunidad, ésta adoptó las características de un pequeño Estado que, en honor a dicha comunidad, y con el tiempo, fue rebautizado como “Comunidad de San Marino”; y más tarde, con los años, se convirtió en República de San Marino, con sus dos jefes que son renovados cada seis meses para evitar que acumulen demasiado poder ―gente inteligente― que deben pertenecer a San Marino y ser votados por su parlamento ―el llamado Consiglio Grande e Generale―, que consta de 60 miembros.
Ale, una cosa más que sabéis.