El 4 de septiembre de 1887, Gerónimo, el indio, dejo de hacerlo. Sacó la bandera blanca, el pañuelo, o lo que le diera la santa gana para mostrar su rendición incondicional, y se acabaron sus andanzas. Lo hizo porque el Gobierno norteamericano le prometió tratarlo como prisionero de guerra y no como bandolero, que siempre ha habido y hay clases. Ese día, pues, acabaron las andanzas de un personaje, casi mito, que luchó hasta que no le quedó aliento, ni tampoco lugar donde esconderse; o de ese referente del que se acordaban los paracaidistas norteamericanos ―desgarrador el grito de «¡Gerónimo!»― antes de arrojarse sobre su objetivo. La leyenda, y tal.
Aunque de leyenda tiene poco. Menudo pájaro.
Peter Cozzens lo retrata a la perfección en La tierra llora. De él dice que «no era un buen hombre. Nunca oí nada bueno de él. La gente nunca dice que hizo cosas buenas». Que si era un granuja depravado al que más de uno y de dos estarían encantados de estrangularlo y mandarlo para el otro barrio, que si un sádico que disfrutaba matando…
Gerónimo, nacido en 1829 como «Goyahkla» ―el que bosteza―, aceptó pronto el apelativo con el que le designaban los mexicanos ―Jerome― para parecer más fiero, asustar a los niños, y también a todo aquel que le pusieran por delante. Por los que sentía especial predilección ―por los mexicanos, digo― desde que mataran a su madre, a su primera esposa y a sus hijos en 1858. Así que se dedicó a putearlos todo lo que pudo y más, en especial a su ejército, hasta que los norteamericanos, hartos de sus correrías y crímenes variados, le dijeron que vale ya de tanta tontería, y para Oklahoma, a la reserva india, y sin rechistar. Que ya vale, hombre; lo que Gerónimo prefería antes de que lo prendieran los mexicanos, que de hacer prisioneros sabían poco y sí más de dar matarile a tipos como él.
Total, que Gerónimo se rindió el 27 de abril de 1887 y acabó sus días en una reserva india en Oklahoma, donde la palmó en 1909.