Miraron al acordeonista. Rasgos eslavos, dedos fofos, pasado de kilos. Sentado en una banqueta, se tomaba un respiro. A sus pies, una gorra a la que todavía le faltaban monedas que decoraran su fondo. El Sena fluía tranquilo a su espalda y el aire olía a París recién amanecido.
—¿Por qué no? —dijo él.
—¡Estás loco! —protestó ella con una sonrisa—. ¡Nos van a tomar por eso, por locos!
—Venga, ¡vamos!
La pareja se levantó de la terraza. En el camino se toparon con el camarero, un chaval que decía tener familia en Cádiz y que traía el desayuno solicitado—dos cafés con leche, cruasanes a la plancha con su mantequilla y mermelada y un par de vasos de zumo de naranja—. Él le rogó cinco minutos. Esto es París entiéndeme, le pidió guiñándole un ojo. Por respuesta obtuvo el mismo gesto de complicidad. Cruzaron la calle una vez el semáforo se lo permitió y se personaron ante el acordeonista, en el Muelle de Montebello.
—Puve vú…? —le pidió él en su francés torpe mostrándole su teléfono móvil. El acordeonista compuso una sonrisa y se levantó de inmediato prestándose a tocar su instrumento.
—Bien sûr, Monsieur!
Sus dedos se deslizaron por el teclado para arrancarle las primeras notas de La mer, de Charles Trenet. La pareja, agarrada, se dejó llevar por la música. Luego vino la voz del acordeonista. Grave, bien modulada, en un francés más que correcto. Varios curiosos detuvieron su caminar al reparar en la escena: una pareja de octogenarios bailaba al son de un acordeón. Una chica se animó a capturar el momento con su teléfono móvil. Incluso los policías de un coche que se detuvo junto al Puente del Doble, alertados por la cantidad de gente arremolinada, sonrieron al comprobar la causa del gentío. Lo que tranquilizó al acordeonista, que negó con la cabeza sin que la sonrisa se borrara de su rostro al ver cómo él la besaba en los labios. Un beso dulce y cargado de amor. «Et d’une chanson d’amour. La mer. A bercé mon coeur pour la vie», cantaba el acordeonista. El mar, que ha acunado mi corazón para la vida. Eso cantaba. El Sena, a la espalda del acordeonista, fluía tranquilo.
Ya había amanecido en París.