Acaricia la taza de café que sostiene con ambas manos con suavidad. Llueve. Una lluvia lánguida. Sus gotas se deshacen en un recuerdo líquido después de dejar tras de sí trazados irregulares en el cristal de la ventana. Que está cerrada. Acaricia la taza. En bucle suena Leonard Cohen a través del pequeño altavoz de su teléfono móvil. Buscó la canción en la aplicación de vídeos y ahí anda, recordándole una y otra vez que los milagros están por venir. Cuando acaba, desliza el dedo sobre la línea de reproducción del vídeo, y vuelta a empezar. El milagro está por venir, el milagro está por venir.
El milagro está por venir y el café empieza a estar frío. Aunque eso, a ella, le da igual. Mantiene la mirada fija en la ventana, en sus cristales bañados por la melancolía, en un cielo que se deshace con parsimonia de una tristeza que rocía las calles con esa tranquilidad que rezuma cada movimiento de la chica que sostiene la taza de café. «Esperando el milagro, no hay nada más que hacer», insiste Cohen. La chica chasquea la lenga y apura el contenido de la taza. Después cierra la aplicación de su teléfono móvil. Leonard Cohen deja de recordarle que sigue buscando el milagro. Silencio.
Abandona la taza encima de la mesilla y se mira en el espejo. Ella también busca su milagro, pero no lo encuentra. ¿Cuánto más tendrá que esperar para encontrarlo?