Canta Cohen, humea la taza de café. Todo el mundo sabe cosas, canta el primero a través del altavoz del teléfono móvil; la nube es tenue, reflejo de la temperatura a la que a ella le gusta tomar el café. ¿Qué cosas? Da un sorbo a la taza. Frente a ella, la ventana abierta. El cristal que contiene el lamento frío de una niebla que comienza a levantarse. Que los ricos se hacen ricos y que los pobres siguen siendo pobres. Eso canta Cohen.
Ella se levanta y se acerca a la ventana. Así es como es, todo el mundo lo sabe, insiste el canadiense. Todo. Se lleva la taza a los labios. Escruta el dubitativo paisaje, al que se enfrentará en cuanto dé cuenta del café. La vida, sus circunstancias, un día a día insípido y una maleta sobre la silla a medio hacer. Cada día guarda cosas en ella, pero luego la vacía. Una idea, un sueño. Llena y vacía, llena y vacía. Un día tras otro. Todo el mundo sabe por lo que has pasado, le dice Cohen, como si leyera sus pensamientos; como si navegara por ellos, aferrándose a una esperanza que es su única esperanza.
Retira la mirada de la ventana y la posa en la taza, ya vacía tras apurar el último sorbo de café, para después dirigirla a la maleta. Toda su vida está en ella. Todo el mundo lo sabe, insiste Cohen. Ella, también. Cuando. Es lo único que lo que le falta por saber.