Amadeo I de Saboya desembarcó en España el 30 de diciembre de 1870. Venía a reinar. En España. Un rey, e italiano. Sí, se mascaba la tragedia, oé, oé. Duró tres años, y se largó de aquí echando pestes de todo y de todos. Que os den morcilla, ahí os quedáis y tal, vino a decir mientras embarcaba de vuelta para su Italia. Y con razón, porque lo suyo fue antológico.
¿Cómo es que elegimos un rey? Será por reyes en este imperio. Resumiendo, que es gerundio, todavía escocía el reinado de Isabel II —un dislate tras otro—, y las Cortes, más que escarmentadas con los Borbones, tuvieron que decidir entre elegir a un nuevo rey o proclamar la república, lo que acabaría sucediendo en cuanto el elegido, o sea, Amadeo, se largó de aquí al comprobar el tamaño del percal.
El elegido, que casi suena a Matrix, fue Amadeo de Saboya, que llegó a España, a Cartagena para ser más concretos, el 30 de diciembre de 1870. ¿Cómo fue eso? Como las Cortes no querían ver a los Borbones ni en pintura, y como por entonces lo que había en este país era una monarquía constitucional tras la aprobación de la Constitución de 1869, el general Prim, jefe del Gobierno en ese momento, recomendó a Amadeo. El bueno, el chachi, para ceñir la corona de España. El elegido, vamos.
Amadeo Fernando María de Saboya, duque de Aosta, era hijo del rey Víctor Manuel II de Italia y de María Adelaida de Austria, bisnieta de Carlos III —borbón, para más señas. Luego algo tocaba, aunque fuera de refilón—. Y fue el elegido. En eso dicen los que entienden del asunto que influyó que fuera masón —Prim también lo era—, perteneciente a la Masonería del Rito Escocés y con el mayor de los grados, el 33.
Por no hacer más largo el asunto, aquello fue un dislate. Para empezar, estaba claro que lo de Amadeo iba a acabar como empezó: mal. Con una votación en las Cortes de las que hacen época para saber quién iba a ser rey; con la oposición frontal de los monárquicos tradicionales, que renegaban de eso de que las Cortes eligieran a un rey. Una infamia, y tal. De hecho, el día de la votación, Amadeo se llevó 120 votos en contra de los que no lo querían ver ni en pintura más la pedrea de los 63 que no querían rey. Ni blanco, ni rojo, ni negro. Que no. «Queda elegido Rey de los españoles el señor duque de Aosta», sentenció Manuel Ruiz Zorrilla, presidente de las Cortes, tras la votación. Y las Cortes, un vodevil de favorables y contrarios al asunto.
Así que tal que el 30 de diciembre de 1870, decía, Amadeo I de Saboya desembarcó en Cartagena ilusionado con eso de ser rey de los españoles. Y los españoles de la época, siempre atentos como somos, le ofrecieron la muerte de Juan Prim, su gran valedor, como regalo de bienvenida; que la palmó ese mismo día después de que le dejaran listo de papeles en un atentado ocurrido tres días atrás en Madrid. De sus responsables, nada de nada hasta la fecha.
Tres añitos duró Amadeo, tres. Su despedida en forma de carta es antológica: «Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación, son españoles».