Lo de Carlos V en Horcajo de las Torres

Quienes acompañaban al emperador Carlos V camino de Yuste dicen que al llegar a Horcajo de las Torres, provincia de Ávila, le oyeron decir el 6 de noviembre de 1556: «Gracias á Dios que no tendré ya más visitas ni recepciones». Eso, con una cara de alivio que lo flipáis; y con unas ganitas de llegar de una santa vez a Jarandilla de la Vera (Cáceres) que no le cabían en el cuerpo.

¿Y eso?, os estaréis preguntando.

Vamos a ver…

Por ser claro, el hombre estaba hasta los cojones de tanta recepción, agasajo, venid aquí, mi señor, hacednos merced y tal desde que desembarcó en Laredo el 28 de septiembre de 1556.

Para empezar, allí estuvo una semana. Una semanita con sus siete días y sus siete noches. Cuatro semanas después llegó a Medina de Pomar, donde se metió una tupa de escabeche como dicen en mi tierra -La Vera, Cáceres- en una recepción que lo dejó más para allá que para acá. Si hay que ir, se va, pero para nada pues no, debió de pensar. Claro, cómo iba a seguir camino el hombre en esas condiciones si ya no estaba para muchas coplas.

Después de varias jornadas de viaje alcanzó Cabezón de Pisuerga, Valladolid, donde conoció a su nieto, que se llamaba igual que él. Buena espina, lo que se dice buena espina, no le dio. Como que este mozalbete se las va a hacer pasar a su padre de todos los colores. Seguro que lo pensó. Normal viendo cómo el colega presumía de asar liebres vivas o de cegar a los caballos del establo real. Una joya.

Y más tarde aguantó un tsunami de recepciones, homenajes y venga para acá su majestad en Valladolid, donde permaneció desde el 22de octubre hasta el 4 de noviembre. Tan harto acabó, que no consintió más que hija, nieto y hermanas lo acompañaran hasta la Puerta del Campo y allí lo despidieran mano al aire y adiós con el corazón que con el alma no puedo. Pero él se iba solito sin más compañía que la justa.

Claro que aún no sabía que le esperaba la traca final, y esta vino en Medina del Campo. Allí lo alojaron en casa de un tipo que tenía perras. Un banquero llamado Rodrigo de Dueñas que le preparó una recepción del copón. A él, que estaba hasta los huevos de ellas. Lo mejor llegó cuando el emperador, que debía pasta al tipo, le dijo que a ver cuánto se debía entre unas cosas y otras. El colega le dijo que nada, que todo corría por cuenta de la casa deudas incluidas. Y ante sus ojos decidió quemar los pagarés en un brasero. El rebote que se agarró el emperador fue cojonudo. Le pagó hasta la última perra por el alojamiento y lo mandó a escalfar cebollinos.

Como para no decir lo que dijo cuando llegó al fin a Horcajo de las Torres.

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