Lo de la muerte de Manolete

Hay muchas fechas que marcan la posguerra que vivió este país. Una posguerra de hambre, penuria y miseria en la que cada cual sobrevivía como podía y el imaginario colectivo se nutría de leyendas que transfundieran un mínimo de ilusión a la peña. Una de aquellas fechas está grabada a fuego en el imaginario colectivo de este país: la madrugada del 29 de agosto de 1947, cuando el torero Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, Manolete, palmó en Linares después de que un toro llamado Islero le dejara listo de papeles en el ruedo la tarde anterior.

La leyenda cuenta que Manolete llevaba la muerte escrita en la cara antes de pisar el ruedo de Linares; y asimismo, que Islero ―casi setecientos kilos―, el toro herrado con el número 21 que le obligó a cerrar sesión, no le hizo ni pizca de gracia al ver en qué condiciones se encontraba ―tal como recoge la crónica de ABC de aquel día―. Aun así, todavía le sacó lo que pudo para enardecer al personal antes de que toro y torero se intercambiaran regalos de despedida en la arena del coso linarense ―el segundo, la espada en el primero tras “marcar mucho el volapié”, se puede leer en la crónica referida. El toro, una cornada seca y final en el muslo derecho del matador.

Aquello dio para mucho y todavía sigue dando. Algunos culparon a los médicos de la muerte del torero. ¿Por qué? El periodista Tico Medina lo deja bien claro con estas palabras: “No había cojones para cortarle la pierna a Manolete. ¿Y sabe usted por qué? Porque nadie se imagina a Dios con una pierna menos”. No era para menos. Porque había que tenerlos para enfrentarse al socavón ―aquello no era una brecha― de casi treinta centímetros de profundidad en el triángulo de Scarpa de su ingle derecha. Vena y arteria femorales hechas fosfatina y Manolete perdiendo sangre a chorros. Pero a chorros de verdad, porque le tuvieron que transfundir sangre a manta. Que se iba, sin más.

La cosa parecía más o menos controlada tras la primera intervención de urgencia. Hasta recuperó la presión arterial y el pulso e incluso le dio un par de caladas a un pitillo. Pero fue llegar el doctor Giménez Guinea, en el que Manolete confiaba a ciegas, y decidir que se le transfundiera plasma noruego y comenzar el torero a decir que no sentía una pierna, luego la otra, y al final no veía ni un palmo. Su agonía acabó a las 5:07 de la madrugada. Moría el torero y nacía la leyenda. Y ahí sigue. Y la polémica, también. Que si aquel plasma era una porquería, que ya había palmado peña en Cádiz meses antes por su culpa…

Lo mejor de todo es que Manolete ya había anunciado que esa sería su última temporada un mes antes de la corrida de Linares. Preguntado por los motivos, cito textualmente su respuesta, que no tiene desperdicio: “En realidad, y tal vez únicamente, ¡el hambre que tengo ya de vivir la vida y no continuar siendo un muñeco y un esclavo de ella! La existencia que llevamos los toreros es muy triste, aunque el público crea lo contrario. La vida que hacemos es peor que la de los anacoretas; no sacamos de ella ningún jugo; de un lado para otro, sin descansar en ninguna parte, cargados de angustia, llevando a cuestas la vergüenza de las tardes malas, cuando el público se convierte en una fiera ululante de terrible crueldad, que no quiere ver las razones que hemos tenidos para no hacer faenas brillantes a un toro que está huido, que no embiste, que da cornás a diestro y siniestro, que está queado o que, muchas veces, está toreao antes de llegar a la plaza. El público no quiere saber de razones. Ha ido a divertirse, para eso ha pagado caro y no tolera la menor vacilación ante el toro, como si la vida nuestra no valiese ná. Es muy dura, ¡muy dura! esta profesión, porque no hay que olvidar la rabia de nosotros, los artistas, cuando nos vemos insultados por una muchedumbre de cobardes, que no tienen respeto para el hombre que se está jugando la vida”.

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