Tal día como hoy de 1911, el arqueólogo norteamericano Hiram Bingham descubrió la ciudad de Machu Picchu donde Cristo dio las tres voces, que era aquella región abrupta y remota de los Andes peruanos donde la encontró. Y había que echarle pelotas para hacer lo que hizo el colega.
Porque lo que Bingham iba buscando era la ciudad perdida de Vilcabamba, el último refugio de los Incas. Y qué mejor sitio para buscar que, como he dicho antes, donde Cristo dio las tres voces. Pues ahí. A decir verdad, Bingham iba a tiro hecho, que ya se lo advirtió el doctor Giesecke, un americano rector de la Universidad San Antonio Abad del Cusco. Tira para allá, anda, que buscando la encontrarás. Fijo que existe, vamos. Eso le dijo. Y fue.
El día que se puso a ello caía una manta de agua del copón, más o menos como la del día anterior, pero se puso al asunto tras escuchar a un campesino la noche anterior que no lejos de donde se encontraban había unas ruinas grandes y bien conservadas. Bonitas e interesantes las describió el campesino; y un paraje que le va a gustar, le insistió. Blanco y en botella, Vilcabamba. Que ya podía jarrear todo lo que quisiera, que nada ni nadie le iban a detener. Así que Bingham arreó un dólar de plata al campesino, que se llamaba Melchor Arteaga, y a andar por la selva se ha dicho.
Junto a ellos iba uno del Gobierno del Perú, que no se fiaba ni un pelo del americano; que se debió de arrepentir mil veces de seguir el camino junto a aquellos dos, porque la ruta por la que Melchor Arteaga les condujo los ponía de corbata: cruzaron la corriente del río Vilcanota, que rugía como cien leones de la Metro, por unos troncos que tenían menos fiabilidad que un salmorejo de las Maldivas; y tuvieron que escalar una montaña que reíros de las pruebas del Humor Amarillo y todo eso.
A mitad de camino, el trío se topó con un grupo de niños campesinos de la zona, y Arteaga les preguntó por el lugar. A estas alturas, el del Gobierno ya estaba hasta los cojones de tanto subir y bajar, de cruzar ríos embravecidos y demás. Otra más y se largaba para casa. Y sí, hubo otra más: una selva por la que los niños condujeron al trío donde no se veía ni un carajo más allá de un metro hasta que, como si fuera el comienzo de ‘La misión’, la selva desapareció, y lo que el trío contempló fue la singular montaña y el poblado a sus pies devorado por la vegetación. Y mientras, jarreando que es gerundio, que en ningún momento había dejado de hacerlo.
Aunque eso a Bingham le dio igual. Total, acababa de descubrir la ciudad de Machu Picchu.