Carlos V —y el primero de España con su nombre, para que nadie se me enfade— es uno de los protagonistas de Mühlberg, pero no el único. Es de los importantes, sí, pero hay más.
El Carlos V que aparece en Mühlberg representa un comienzo y un final. Me explico: es el comienzo de lo que vendrá, sus últimos años de vida. Terroríficos; y el final de lo que fue: el emperador más grande de la cristiandad.
Nacido en Gante (actual Bélgica, Flandes entonces), en 1500 —unos dicen que en un váter, a donde entró su madre porque pensaba que le estaba pegando un apretón, otros que en una cámara en la que Juana quiso encontrar descanso—, su vida es para verla: llegó a España con la intención de hacer lo que —dicen. Sobre esto hay muchas controversias— su madre no era capaz de hacer, que era reinar. Que si estaba loca, y tal. Dicen. Lo que está claro es que la dejó de lado para ser él el rey aconsejado por los que se encargaron de decirle que sí, que su madre estaba más para allá para acá y que él era el heredero legítimo de sus derechos. No obstante, siempre firmó con su nombre al lado para que no hubiera resquemores; se ganó la animadversión de muchos por traerse a no menos compatriotas consigo, a los que recompensó con todo tipo de cargos, favores y recompensas —al sobrino de su preceptor, un pájaro llamado Guillermo de Croy, con apenas veinte palos le nombró arzobispo de Toledo. Normal que se montara después la que se montó con los comuneros, etcétera—; se dio de hostias hasta en el cielo de la boca con los grandes de la época, en especial con el rey francés, Francisco I, al que tuvo un año prisionero en Madrid tras lo de Pavía, en 1525, que fue otra ensalada de hostias. Después, Francisco le recompensó con más de veinticinco años de guerras y jaleos varios, con lo que eso desgasta; y se quedó viudo con treinta y nueve palos. Una mujer, Isabel de Portugal, a la que fue siempre fiel en vida —todos coinciden en eso—, y cuya muerte le mató en vida.
Pues resulta que Carlos V escuchó un día de abril de 1521 en Worms, Alemania, a un monje llamado Lutero para comprobar si era verdad lo que venía pregonando por Alemania desde hacía algo más de tres: que si en Roma, la curia papal y allegados se bebían el Nilo y se comían tres veces Italia, que si los impuestos con los que sangraban, entre otros, a los alemanes iban destinados a ese cometido, que por qué narices un alemán no podía leer la palabra de Dios en su lengua como éste manda, etcétera. Total, que la cosa se lio, y el resultado fue una coalición de príncipes y ciudades alemanas hasta los huevos —tal cual— del emperador y sus gaitas llamada Liga de Esmalcalda. A su cabeza, Juan Federico de Sajonia, otro de los protagonistas de la novela.
La cosa acabó bien para el emperador ese día 24 de abril de 1547. Ganó la batalla, sí, pero lo único que hizo fue retrasar la fecha de finalización del problema, así como sus complicaciones. Y éstas terminarían pasándole factura a base de bien.
Así que el Carlos V de Mühlberg es una mezcla del que acababa —las ansias de que todo estuviera de su gusto, de controlarlo todo— y del que comenzaba —el despojo humano en el que empezaba a convertirse, amén de todos los jaleos que le dejaron pidiendo marcharse en paz donde nadie más le llenara de preocupaciones—. Un tipo asediado por todo tipo de molestias y enfermedades: depresiones, ataques de gota y de melancolía, diabetes, jaquecas, ictericias… Unas se la ganó él solito a pulso, y otras le vinieron de serie.
Pues este tipo, Carlos V, es uno de los protagonistas de Mühlberg.
Por si gustáis.