En lo de liarla parda, pero parda parda, hay un podio selecto en el que —no lo dudo— ocupa uno de sus lugares el protagonista de estas líneas. Se llamaba Martín Lutero, era monje, y tal que un día como el de hoy de 1517 le echó un par de cojones al enfrentarse a todo un imperio —el del emperador Carlos V— y a la Iglesia detrás de él. Y todo por decir lo que opinaba de esta última, además pregonarlo para que todo Dios —y nunca mejor dicho— se enterara del percal.
Lo que no acaba de estar del todo claro —unas fuentes dicen que sí, otras hablan de una idealización del hecho— es si Martin Lutero colgó sus ya famosas 95 Tesis —realmente el documento lo tituló Cuestionamiento al poder y eficacia de las indulgencias— en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg para que todo aquel que supiera leer estuviera al tanto de lo que pensaba acerca de la Iglesia y sus —entonces, y añado siempre a modo de cosecha propia— tejemanejes. Un documento capital. Tanta es su importancia y sus consecuencias, que se suele incluir en una lista en la que comparte protagonismo con la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América y el Manifiesto Comunista. Tela, telita. Lo que ahora hubiera sido agarrar un megáfono y liarte a pegar gritos en la Puerta del Sol y a ver quién te hace caso, Lutero lo hizo hace más de 500 años y sin necesidad de megáfono. Y le escuchó gente, pero que mucha gente. Vaya si le escucharon.
¿Qué decía este monje —se ordenó como tal en contra de la voluntad de sus padres—, que desde bien guacho criticó lo bien que vivían las autoridades eclesiásticas? Por resumir, lo de las indulgencias, que era algo que le sentaba como una patada en la entrepierna, es decir, el perdón de los pecados si se pagaba una determinada cantidad de dinero. ¿Recordáis cuando los abuelos os decían que más de uno y de dos pagaban antes por comer carne el Viernes Santo? Pues eso; sólo que aquello, a comienzos del siglo XVI, era a lo bestia. Y, claro, fue enterarse del asunto la Iglesia, de lo que Lutero pensaba al respecto y cómo se dedicó a expandirlo, y para qué queríamos más días de fiesta.
Para empezar, su Santidad León X condenó las famosas ya 95 Tesis en 1520; y a principios de 1521 excomulgó a Lutero. Y éste, mira cómo tiemblo y todo eso. Es más, tuvo los santos cojones —porque había que tenerlos— de plantarse ante el mismísimo emperador Carlos V en la Dieta de Worms y soltarle a la cara aquello de que la salvación es un regalo que sólo Dios da a través de Cristo y a aquellos que tienen fe. El emperador le declaró proscrito tras escuchar sus razones y Lutero vivió el resto de su vida como buenamente pudo, a veces bajo la protección de nobles, como fue el caso del elector Federico de Sajonia; y entre otras cosas, se dedicó a traducir la Biblia al alemán para que, precisamente, el pueblo pudiera leer la palabra de Dios y así nadie se la contara o interpretará según el interés del momento.
Sus palabra e ideas se extendieron y provocaron, entre otras cosas, las guerras de religión que enfrentaron a católicos y protestantes entre los siglos XVI y XVII. Si bien daba igual, porque las ganas de zurrarse de lo lindo ya estaban en el aire al igual que el amor en la canción de John Paul Young y se hubieran zurrado lo mismo a cuenta de la religión o de la subida del precio del pollo; y la reforma protestante, que corrió como un reguero de pólvora por toda Europa.
De todas formas, pedidle a mi amigo el escritor Mario Escobar que os cuente más sobre el asunto, que sí que sabe la tira.