Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, tercer duque de Alba

Tal que un 29 de octubre de 1507 nació uno de mis tipos preferidos, uno de esos nombres esculpidos a fuego y sangre en las líneas de la historia. Ese día, digo, nació un grandísimo hijo de puta o el fulano con más honor y valor que hayan conocido los tiempos vividos ni verán los venideros —que diría un soldado de cuyo nombre, si por él fuera, no se acordaría ni Dios—, según como se le quiera ver. El tipo al que me refiero se llamaba Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, pero seguramente le conozcáis mejor por ser el tercer duque de Alba; por ser el Gran duque de Alba, qué carajo. El bueno, el fetén, vamos.

De él se puede decir que sirvió a dos de los hombres más poderosos de la historia: al emperador Carlos V, y a su hijo, Felipe II, y a ambos con diligencia incondicional. Sin condiciones, jugándose el pellejo en más de una y de dos ocasiones, y poniendo su hacienda —o sea, sus perras— a disposición de aquellos dos monarcas. Un tipo de honor, de los que ya no quedan, y menos ahora. Ay, el honor. No se cuelga de una soga porque no puede.

Abulense de nacimiento —en Piedrahita vio la primera luz—, pronto supo lo que era ganarse la reputación, cuando se las vio frente a los franceses en 1524 —es decir, con diecisiete otoños la criatura— dándole cera de la buena a Fuenterrabía —u Hondarribia, como prefiráis—. Lo que se llama un bautismo de fuego; reputación que acrecentó acudiendo a defender Viena en 1531, asediada por los turcos, y también en la toma de Túnez, en 1535. Así que, lógico que el emperador Carlos V viera algo en él un hombre leal, servicial, dispuesto a entregar hasta el último gramo de sus fuerzas, hasta el último aliento, a la causa imperial.

Que el tipo ganó en prestigio con los años es algo tan cristalino como que Nathan R. Jessup ordenó el código rojo —si no habéis visto «Algunos hombres buenos», estáis tardando—. Después de hacer retroceder a los franceses en el Rosellón para defender la frontera española, se las tuvo tiesas con los protestantes en la aventura imperial de dar cera a su Liga de Esmalkalda hasta en el cielo de la boca como si no hubiera un mañana, entre 1546 y 1547. Ya sabéis, Mühlberg, vine, vi y Dios venció, que dijo el emperador una vez derrotada la tropa alemana, y todo eso.

A partir de entonces, ya como mayordomo —no entendamos el cargo como el que le servía la comida, ojo— de Felipe II, y siendo uno de los principales partidos de la Corte, sirvió como consejero del nuevo rey, ejerció como virrey en Nápoles y capitán general de Milán, y se las dio con queso a los franceses y a su Santidad Paulo IV cuando quisieron meter sus zarpas en aquellos territorios —la cosa se zanjó con la paz de Cáteu-Cambresis, en 1559—. Hasta que se las tuvo tiesas con Ruy Gómez de Silva, otro que tal baila, lo que le relegó al ostracismo; del que salió en 1567, cuando Felipe II le pidió encarecidamente —y no lo hizo de rodillas, porque aquello hubiera sido demasiada humillación para él— que arreglara lo del avispero de Flandes. Allí la lio parda, pero parda de cojones, para qué os voy a engañar. Más que apaciguar los ánimos, montó un cuadro que ni Munch ni Picasso juntos —épico su Tribunal de Tumultos. Esa es para contarla otro día—. Fue tal la avería que dejó, que es mentar al fulano por aquellos lares y podéis tener una mala cara en el mejor de los casos —a mí me ocurrió mientras andaba por aquellos lares documentándome para «La conspiración de Yuste». La mirada de la guía que contraté para conocer Brujas es de las que no se olvida en la vida—,  o un jaleo de distinta graduación según el interlocutor que tengáis delante.

Total, que con Flandes incendiado y una sublevación de las buenas —de las de verdad, no lo que se ve ahora—, cayó en desgracia y fue confinado unos años hasta que, una vez más —sus cualidades eran innegables. Eso lo sabía Felipe II más que nadie—, fue enviado por el rey en persona a Portugal en 1580 para asegurar el trono portugués. Como siempre, Fernando Álvarez de Toledo cumplió su cometido de manera ejemplar. Y estando en Lisboa, ciudad en la que había entrado dos años antes como promesa que le hizo a su rey, se fue para el otro barrio. No al Bairro Alto, no, sino a otro más alto todavía. Del que no se vuelve más, por resumir.

Pues ese tipo, ese fulano, fue Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, el tercer duque de Alba. El Gran duque de Alba.

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