De una ciudad que lleva el nombre de un dictador, aunque no sea tal

Dictadores, lo que se dice dictadores, ha habido unos pocos a lo largo de la historia. Que levante la mano el país que no haya padecido las ínfulas de alguno. Nosotros, sin ir más lejos, mejor nos quedamos quietecitos, ¿a que sí? Algunos de ellos incluso perpetuaron su nombre o apellido renombrando ciudades o pueblos para solaz particular. Sí, nosotros mejor calladitos, lo sé, lo sé. Y de eso va la curiosidad de hoy: de dictadores y de ciudades. En concreto, de una ciudad que recibe el nombre de un dictador, aunque no fuera tal. Al lío, pues.

Si echamos un vistazo al diccionario de la RAE, podemos leer que dictador es “en la época moderna, persona que se arroga o recibe todos los poderes políticos y, apoyada en la fuerza, los ejerce sin limitación jurídica”. Eso, en su primera acepción. La segunda, más clara todavía: “Persona que abusa de su autoridad o trata con dureza a los demás”. Pero al loro con la tercera: “Entre los antiguos romanos, magistrado supremo y temporal, que se nombraba en tiempos de peligro para la república”. O sea, persona de prestigio que se hacía cargo del chiringuito cuando la cosa se ponía chunga. Los romanos, tan previsores ellos, intuyeron que en cualquier momento podrían venir mal dadas para su república, dada la dispersión de instituciones y el freno que ello supondría en caso de tomar decisiones rápidas. O sea, un tipo con agallas que se llevara las hostias que se tuviera que llevar, que las aguantara como un titán, y al que le dieran las gracias por los servicios prestados una vez las cosas regresaran a la normalidad; tipo que, como es menester, y mientras aquella situación descrita durara o durase, concentraría todos los poderes habidos y por haber. Es decir, el dictator romano, muy diferente a la consecuencia de la evolución del concepto y cargo en sí.

¿Un ejemplo? El mejor de todos: Lucius Quinctius Cincinnatus, un viejo general romano dedicado a su huerto, a sus lechugas, sus tomates y esas putas judías que no terminan de crecer, al que el Senado de Roma le dijo Help! como Los Beatles una vez que vinieron mal dadas las cosas. Cincinnatus cumplió con su deber, arregló el entuerto, le dieron las gracias y regresó a su huerto, a sus lechugas, sus tomates, y a aquellas putas judías, la madre que las parió, que no hay manera de que crezcan.

Como os considero perspicaces, habréis reparado en el apellido, ¿verdad? Cincinnatus. Vermú aparte, que ya os veía venir, ¿a que os suena a nombre de ciudad? ¡Ahí, ahí os quiero ver! Allá por los comienzos de los EE. UU., poco después de que sus hijos dejaran de pegarse tiros con los ingleses para obtener la independencia, un grupo de oficiales que participó en la guerra decidió crear una asociación al estilo de las viejas órdenes de caballeros europeas. A la hora de ponerle un nombre se acordaron de aquel general romano que había hecho como muchos de ellos: pegar tiros cuando había que pegarlos y después regresar a sus quehaceres. Así fue como nació la Orden de los Cincinnati.

Cuando el presidente de dicha orden, Arthur St. Clair, fue designado gobernador del Territorio del Noroeste en 1790, pensó que la mejor manera de honrar a aquella cofradía era ponerle su nombre a alguna población de dichos territorios. La elegida fue Losantville, que desde entonces se llama como la conocemos hoy: Cincinnati.

Por cierto, para que investiguéis si os apetece: ¿cuántos presidentes de los EE. UU. han pertenecido a la Orden de los Cincinnati? 

Y es lo que os tenía que contar hoy.

 

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