Sobrevivió a Adolfo Hitler, que ya es decir, y se salvó de quedar reducida a cenizas gracias a que a von Choltitz por uno le entró y por otro le salió la orden del Füher que de París no quedara ni el nombre; a la primera edición de cómo matarse los unos a los otros en plan salvaje, sin misericordia alguna, en la que se enzarzaron las grandes potencias del mundo entre los años 1914 y 1918 del pasado siglo. Cuando matar salía barato ―un poco de gas en las trincheras por aquí, unos obuses por allá. Lo mismo da cien mil más que cien mil menos―; sobrevivió a una revolución de las grandes, de esas que cuestan las cabezas a los reyes y a todo aquel que estaba cerca de él, y a otras de menor tamaño y significado, pero no por ello menos revoluciones; a grandes inundaciones. La más grave, la del año 1910 del pasado siglo, cuando el Sena se desparramó por las calles de París, que se convirtió en una suerte de Venecia ―se llegó a rescatar a los vecinos a través de las segundas plantas de los edificios anegados―; y a Napoleón, que allí fue coronado emperador en 1804, aunque también habría que apuntar que también en Notre Dame fue beatificada Juana de Arco, pero ya en 1909, siglos y siglos después de estar criando malvas.
En definitiva, sobrevivió al hombre durante más de ochocientos años, que ya es decir. Y no a hombres cualesquiera, como ya se ha podido ver. Siglos siendo admirada, despertando suspiros, exclamaciones de asombro, lágrimas de emoción; incluso siglos de reformas, de andamios por dentro y por fuera ―la más importante, a mediados del siglo XIX― para que su corazón siguiera latiendo tan fuerte como siempre; para que sus arbotantes, rosetones, capillas y estatuas lucieran con la belleza de su amanecer a ojos de la humanidad.
Ese proyecto de Maurice Sully, mágico, tan arrebatador como desbordante en cuanto a medidas y majestuosidad, cuyas obras se extendieron casi doscientos años ―hasta 1345, fecha de su finalización―, que ha visto de todo, que ha conocido de todo, que ha acogido de todo, que ha sido reformado de todo mil y una veces, ayer se convirtió en una pira contemplada por una humanidad sobrecogida ante el desastre; ante esa aguja deshaciéndose en pedazos para dejar de arañar el cielo de París para siempre.
Un andamio. Un puto andamio consiguió ayer lo que Hitler ordenó a von Choltitz. Tiene cojones la cosa.
En fin…