En un cargador caben seis balas. En el de la pistola que apuntaba a su cabeza sólo había una. Se lo dijo quien lo apuntaba. ¿Cuál le mataría?
Todo se reducía a una cuestión de cálculo de probabilidades. ¿En qué momento le abandonaría la suerte? Ésa era la pregunta para la que no tenía respuesta. Cuando se revolviera, él ya no estaría para conocerla. La persona que sostenía la pistola apretó el gatillo con suavidad, gustándose. Disfrutando de ese enorme placer que supone ser el último responsable de la vida de otro. Y la que estaba en juego era la suya.
Clic.
—Vaya… —protestó la persona que sostenía la pistola.
La otra, la que estaba sentada en la silla —la luz que entraba por las rendijas de la persiana arrancaba un extraño brillo del pequeño charco que había junto a sus pies. Se había orinado encima—, resopló aliviada y entornó los ojos para musitar la enésima súplica con la esperanza de, esta vez sí, ser escuchada por quien lo apuntaba.
—¡Se lo suplico…! —imploró lloroso— ¡Suélteme! ¿No hay forma de arreglar esto de una manera civilizada?
—¿De una manera civilizada? —rio la otra persona—. Has ido demasiado lejos. ¡Te lo advertí!
Volvió a apuntar a la sien del que sollozaba sin remedio atado a la silla. Quedaban cinco disparos y una bala. Otra ruleta a la que jugar.
—Te has reído de mí, me has tomado a chanza, creías que podías hacer lo que te viniera en gana —arremetió la otra persona contra él—. Y ahora lo vas a pagar. No admito errores.
Clic.
—Otra vez. Está siendo tu día de suerte…
Sólo quedaban cuatro disparos para conocer qué posición ocupaba la bala en el cargador. El tipo de la silla negó con la cabeza con ojos llorosos. Estaba recibiendo una terrible lección, quizás la última. Pendenciero, irascible y falto de educación, pocos osaban a interponerse en su camino. Él era la ley, él imponía los modos y usos, cómo se hacían las cosas. Hasta que se cruzó en el camino de la persona que lo apuntaba, que aguantó sus desmanes en dos ocasiones. La tercera sería la última. Lo tenía cristalino.
Clic.
—¡Chico, qué suerte tienes!
Tres disparos. Y una bala por salir. Una bala para redimir voluntades, para expresar venganzas.
—¡Por favor, se lo suplico! ¡Tampoco es para tanto!
Clic.
Sólo quedaban dos.
—Me has tocado demasiado los cojones, chaval…
Clic.
Quedaba un disparo. El sollozo del tipo se convirtió en un lloro desconsolado. Se equivocó cuando pensó que no sabría la respuesta a la pregunta de en qué momento le abandonaría la suerte. Era evidente que estaba a punto de hacerlo. Fue entonces cuando se atrevió a mirar a los ojos a la otra persona, que le observaba con una sonrisa decorando su rostro redondo. La sonrisa se volvió carcajada. «Estás listo de papeles», pensó el de la silla. Y todo por una tontería. Porque la cuestión que le había llevado a esa situación era una auténtica tontería. Nunca pensó que derivaría en la absurda tesitura en la que se veía ahora. Pensamientos que se esfumaron de su mente al sentir el frío del cañón de la pistola en su sien derecha. «¡Lo va a hacer! ¡Esta loca lo va a hacer!», masculló antes de gritárselo.
—¡Por Dios, recapacita! —chilló fuera de sí—. ¡Que sólo he pisado los escalones de la entrada nada más terminaste de fregarlos! ¿Es que te has vuelto loca?
—¡Y lo que me jode eso! —replicó la otra persona, encendida. Que era la portera del inmueble en el que vivía el hombre que estaba sentado en la silla.
—¡Te prometo que no volverá a ocurrir! —rogó fuera de sí—. ¡Palabra!
El hombre sintió cómo el frío de la pistola le heló la sangre. Y notó el chasquido del gatillo.
Clic.
Pasados unos segundos, abrió los ojos. Estaba allí, junto a la portera. Vivo. A la que miró con los ojos a punto de saltar de su cara.
—¿Pero…? —acertó a balbucear.
—¡Espero que hayas aprendido la lección y a partir de ahora, cuando veas que el suelo está mojado, entiendas que no se puede pisar! ¿Te enteras? —le gritó mientras le desataba—. ¡Aquí mando yo y se hace lo que yo digo!
Una vez libre de las ataduras, el hombre la miró con temor. Tenían razón los que le habían avisado acerca de ella: era una portera de las de antes, de las de toda la vida. Muy bien puestos, en su sitio, no se asustaba de nada y de nadie. La ley de la escalera era la suya y quien se atrevía a transgredirla… El tipo dio un paso adelante para marcharse de la portería, aún con el susto en el cuerpo, pero la portera le detuvo:
—¡Y limpia ese charco, que te has meado! ¡So guarro! ¿O es que no has oído lo que te he dicho?