La ventana del día

Noelia posa la mirada en su mochila, colgada en el respaldo de la silla. Dentro de ella, un pintalabios, una agenda, un libro y la documentación. Y algo de dinero dentro de un monedero pequeño. Lo básico para enfrentarse al día. Cuestión de supervivencia. Aparta la mirada de la mochila y la centra en la ventana.

Se lleva la taza de café a los labios. El altavoz de su teléfono móvil escupe los primeros compases de una nueva canción. El Delta del Mississippi, tan reluciente como una Guitarra National, le canta Paul Simon; que le dice que él se va para Graceland en compañía de jóvenes sin blanca y peregrinos sin familia. Fantástica compañía, piensa Noelia mirando a la nada a través de la ventaba abierta.

Reluciente como una Guitarra National. La frase se le queda prendida en los recuerdos. También ella tenía una. No era National, ni tampoco brillaba como ésta, pero siempre la tocaba al volver a casa harta de rodar como una noria; y también para calmar al alma, herida por amor, abrasada por la melancolía. La única manera de templarla era rasgando las cuerdas de aquella guitarra que le había regalado quien había herido de amor su alma.

«Ella se vuelve para decirme que se va, como si no lo supiese», le sigue cantando Paul Simon. Como si no conociese mi propia cama, como si nunca me hubiera dado cuenta de la forma en que se apartaba el pelo de la frente, prosigue. El autor de aquella herida, el mismo que le regaló la guitarra, se marchó de su lado un día para encontrarse consigo mismo. Eso le soltó delante de un café en un bar tan impersonal y frío como la manera de decírselo. Se fue.

Noelia recibe un whatsapp. Lo agradece. Así deja de escuchar a Paul Simon, que se disponía a contarle que hay una chica en Nueva York que se hace llamar a sí misma el trampolín humano. Con dos cojones. Sonríe al leer los caracteres del mensaje recibido. Y de un plumazo olvida aquella guitarra que no brillaba como una National, el alma herida y todo eso. Y también lo que le cantó aquel cantante antes de silenciarlo, aquello de que sus compañeros de viaje son fantasmas y portales vacíos. Nada más que eso.

Qué diantres importan cuando una invitación en forma de café, uno más, antes de trabajar puede tener un sabor a amanecer de una nueva vida. Ese café la espera en cuanto se cuelgue la mochila al hombro y eche a caminar.

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