El 27 de noviembre de 1517, el todavía aspirante a la corona de Castilla —había llegado a Valladolid unos días antes para reclamar sus derechos—, recibió a Germana de Foix, viuda de su abuelo, Fernando II de Aragón, también llamado el Católico, que se había largado de este valle de lágrimas tiempo atrás. Esta circunstancia le dejaba expedito el camino a la corona de Castilla toda vez que ya se había quitado en medio a su madre, la legítima propietaria de los derechos —Juana I de Castilla. Qué vida más perra tuvo la pobre—, recluida de por vida en la cercana Tordesillas porque decían que estaba muy para allá, y que cómo iba a reinar una mujer cuyo reino no era de este mundo. En fin…
A lo que iba: ese 27 de noviembre de 1517, con Carlos esperando a que se reunieran las Cortes para ser nombrado rey de Castilla y comenzando a acostumbrarse al calor que le tributaron los vallisoletanos el día que entró en la ciudad —hay focas narcotizadas que aplauden con más entusiasmo que los que le recibieron, juran los presentes y las crónicas de ese día—, tocaba ver con qué le iba a venir la que fuera mujer del que había sido rey. O sea, reina viuda. Y con 28 palos en aquel momento. Ya sabéis por dónde voy. A modo de anécdota, cuenta la leyenda —repito, leyenda— que Fernando se fue para el otro barrio por abusar de la cantárida —el viagra de la época— para satisfacer a su esposa. 63 años él y 28 ella. Entre aquello que se metía y algún que otro afrodisíaco más, como testículos de toro, y la edad, es fácil de explicar el porqué de la hemorragia cerebral que le puso a criar malvas.
Germana de Foix, decía; que esperaba encontrarse con el futuro rey de Castilla para saber qué iba a ser de su vida. Porque una de las pocas cosas que Fernando le pidió a Carlos en sus disposiciones es que se encargara de que a su Germana no le faltase de nada «pues no le queda, después de Dios, otro remedio sino sólo vos». Como viniendo a decir que a ver qué haces con ella, no me la dejes con una mano delante y otra detrás.
En consecuencia, y es una pena porque Fernando no lo pudo ver, Carlos se apiadó de aquella buena mujer y la trató como una reina. Porque en su mirada aparecieron fuegos artificiales al verla en aquel primer encuentro. Ella 28 y él 17. Pues eso. Que sí, era su abuelastra y todo lo que queráis; y todavía no estaba aquejada de los problemas de obesidad que arrastraría en la vejez.
Total, que a aquel primer encuentro le siguieron un segundo, un tercero, un cuarto… Y de tanto encuentro, tal y como afirma uno de los grandes estudiosos de la vida del emperador como fue don Manuel Fernández Álvarez, nació una niña llamada Isabel que Carlos no reconoció. No obstante, la niña residió y fue educada en la Corte de Castilla, y en su testamento Germana se refirió a ella como «la infanta Isabel», hija de «el emperador». Que al final todas las cosas se terminan sabiendo.