La sinvergonzonada del duque de Lerma

Tal día como hoy de 1601 se escribió la crónica de un expolio anunciado que concibió un perfecto sinvergüenza. El sinvergüenza —quizás el más grande que hayamos conocido por estos lares— es Francisco de Rojas y Sandoval, duque de Lerma; que luego se echó en brazos de la Iglesia para que no lo llevaran caminito de uno de esos preciosos trullos que se gastaban en el siglo XVII. Porque su fechoría AKA pelotazo inmobiliario del copón fue de dos orejas, rabo y ovación y vuelta al ruedo.

¿Qué hizo el colega? Recomendar/aconsejar a Felipe III que trasladara la Corte —sí, toda la corte, con todos sus cortesanos, que eran legión— de Madrid a Valladolid.

¿Cómo le convenció? El colega estaba loco por la música deseando que Felipe III le dijera que vale, que vuestra excelencia tiene razón. Todos para Valladolid porque es lo mejor.

Del De Lerma se decía que era arrogante y avaricioso hasta decir basta y que su cabeza siempre estaba dándole vueltas buscando dónde podía dar el sablazo. Metía la mano en las arcas reales, vendía cargos o favores públicos… Hasta que vio el cielo abierto con un golpe de mano que le hizo el más rico de entre los ricos: trasladar la Corte de Madrid, donde ya estaba establecida, a Valladolid; ciudad donde, previamente, tanto él como su red clientelar se encargaron de comprar terrenos y palacios para vendérselos a la Corona una vez decidido el traslado. Y a precio de cojón de pato, como es menester. Eso, en 1601.

La consecuencia, evidente: los precios subieron en Valladolid —terrenos, casas, la vida en general. Reíros con lo de ahora— a la vez que se desplomaban en Madrid. Y el Duque, maquinando la siguiente.

¿Y cuál fue la siguiente?

¡Bingo! Repitió la jugada, pero ahora en sentido inverso. Inmensas posesiones, una red inmobiliaria a precios irrisorios esperando el regreso de la Corte. Lo que ocurrió seis años después. Que si Valladolid no era para tanto y dónde mejor que en Madrid, majestad y tal. Con eso le convenció. Con sus santos cojones morenazos.

En consecuencia, normal que se refugiara en la Iglesia; a la que solicitó el capelo cardenalicio —maniobra que le permitió el mismo Felipe III— para curarse en salud. Al respecto, gloriosos los versos envenenados que le dedicó el conde de Villamediana: «El mayor ladrón del mundo, por no morir ahorcado, se vistió de colorado».

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