Tal que el 3 de febrero de 1557, a eso de las cinco de la tarde, el emperador Carlos V tomó posesión de su chabolilla adosada al Monasterio de Yuste, por cuyas obras se vio obligado a pernoctar unos cuantos meses en el castillo del conde de Oropesa en la cercana Jarandilla de la Vera. Que allí no se iba hasta que no estuviera terminado. Punto.
Ya he contado en alguna ocasión que el emperador dijo que no al traslado a Yuste hasta que no dispusiera de las perras necesarias para pagar a todos los que le habían acompañado hasta allí, y que ya no le seguirían al monasterio jerónimo. Los que más lo sintieron fueron esos ya famosos alabarderos que, haciendo un pasillo a su señor, le despidieron arrojando sus armas al suelo en señal de que no servirían a ningún otro más. Que vale; porque otros servidores estaban dando palmas con las orejas al saber que no tendrían que seguir acompañando más al emperador. Si Jarandilla no era por entonces la alegría de la huerta —les pilla el momento ahora, y no salen de allí ni hartos de Stolichnaya—, pues imaginaos el Monasterio de Yuste, en medio de la nada. Claro que, luego, los que sí le acompañaron —en especial los soldados—, descubrieron que en todas partes cuecen habas en lo tocante a descansar de tanta responsabilidad. Por no llamarlo que daban palmas con las orejas también al tener conocimiento de la existencia de lugares que la iglesia consideraba pecaminosos, pero que miraba para otro lado sabiendo que existían. Lo que viene siendo prostíbulos, vamos.
Pues eso, que a eso de las cinco de la tarde de aquel 3 de febrero, con la anochecida cayendo sobre la real comitiva —febrero, siglo XVI, aquellos caminos, que era para verlos—, y tras un viaje que fue para verlo también —siglo XVI, aquellos caminos, etcétera—, el emperador entró en el monasterio entre miradas de admiración y más de uno y de dos cuchicheos de los monjes que le recibieron —que si no está para muchas coplas, que este no dura ni dos días, y tal—. Monasterio en el que su estancia no llegó a los dos años, porque a finales de agosto del año siguiente le picó un mosquito de los que pululaban por el estanque que ordenó construir al pie de su chabolilla por si le apetecía pescar —pescar, pescó poco. La malaria que se lo llevó por delante, y ya—, y le puso a criar malvas.
Y así se cuenta la historia. A mi manera, vale, pero no deja por eso de ser historia. ¿O no?