Es digna de alabar —y de admiración— la labor de los historiadores que dedican buena parte de su vida, cuando no toda, a estudiar la de un personaje concreto. La del emperador Carlos V, por ejemplo, que vengo narrando desde hace algunos días con gran aprobación por vuestra parte; y también la de los cronistas que recogieron los acontecimientos, sucesos y demás vinculados a la vida de aquel personaje —el emperador en este caso— para que, después, aquellos historiadores puedan realizar su trabajo de manera fidedigna.
Porque, tal que el 9 de diciembre de 1552, Foronda y Aguilera revela en su Estancias y viajes del emperador Carlos V que dicho día «el Emperador lo pasa muy bien?». Ojo a la interrogación, porque tiene su miga; y estando en un campamento al pie de las murallas de Metz, ciudad que estaba sitiando en ese momento, con un frío del copón y unas condiciones infrahumanas para todo aquel que tuvo la desgracia de caer en aquel lugar y momento concreto.
Seis mil defensores aguantaron como jabatos las embestidas imperiales —seis semanas de bombardeos que destruyeron buena parte de las fortificaciones de la ciudad—. Por resumir, lo de Metz fue peor que ponerte a realizar la declaración de la renta. O sea: un suplicio. ¿Y qué pintaba allí por entonces? El francés, como de costumbre. En este caso, el hijo de Francisco I, Enrique II, que copió del padre el gusto de tocarle los cojones al emperador todo lo que pudiera y más. A diferencia del padre —que ya fue—, el hijo se los tocaría mucho, pero que mucho. Por eso Carlos V decidió liarse la manta a la cabeza y lanzarse contra Metz por culpa de sus hostialidades con Enrique II, cuya ciudad defendía el duque de Guisa; que la defendió como gato panza arriba, siendo la consecuencia la retirada del emperador y la constatación de que su tiempo de estar ahí, en lo más alto, y salir de un fregado a otro, había llegado a su fin. Lo que le reconoció por carta a su hijo, Felipe II, y este le respondió con estas palabras: «… y de las causas que le han movido a levantar el campo sobre Metz, que me parescen harto bastantes, y no es de maravillar que esta jornada no haya sucedido según se esperaba, pues no todas las cosas de la guerra, aunque vayan bien guiadas […] tienen el fin que se pretende».
Carlos V levantó el cerco a Metz pocas semanas después, nada más comenzar 1553, antes de que la disentería, el tifus o el escorbuto terminaran de cepillarse a su ejército. Porque aquel, insisto, fue un sitio chungo: lluvia y nieve, el grajo volando rasante todo lo que podía y más, barro y más barro por doquier… Un sindiós.
Así que la interrogación con la que cierra Foronda y Aguilera aquella cita que habéis leído líneas más arriba, más que comprensible. O puede que el colega —Carlos V— ya estuviera de vuelta de todo y dijera aquello tan español de para lo que me queda en el convento, me cago dentro. A saber.