Ricardo I de Inglaterra, también conocido como Ricardo Corazón de León, empezó a palmarla el 25 de marzo de 1199.
A ver, ¿cómo se come eso de que empezó a palmarla el 25 de marzo?, te estarás preguntando. Sencillo: andaba de hostialidades por esos mundos de Dios y le pegaron un mandoble. Ese día, qué cosas, no llevaba puesta la cota de malla —ay, ese detallito— como era habitual en él, así que el asunto —o sea, la herida que le hicieron— se le complicó y la palmó un par de semanas después. Y ya.
Atardecía el 25 de marzo de 1199 cuando Ricardo andaba por Francia de hostialidades con los barones limusinos —antigua región francesa, no coches grandes. Por aclarar— y poitevinos —de Poitiers. Por aclarar también—, dando cera como si no hubiera un mañana al castillo de Châlus-Chabrol, cuyo dueño era el conde Aimar de Limoges. Ya sabes: pedradas a diestro y siniestro, ballesteros arreando a los que subían por las escalas, barreños de agua o grasa hirviendo —nada de aceite, que costaba un huevo y parte del otro. Como para arrojarlo sobre los enemigos—, para escaldar a los que arreaban a la puerta con un ariete. Y Ricardo, en primera fila. Cómo se iba a perder él el asunto.
Con el final del día, puesta del sol y llegada de la oscuridad, se postergaba buena parte de las hostialidades hasta el día siguiente, que había que descansar, recuperar fuerzas, etcétera. Y va el tonto, porque sólo se le puede calificar así, y se pone a dar una vuelta por los alrededores de la muralla; a ver cómo está el patio, por dónde podemos tocar las narices a los del castillo y todo eso. Ojo al detalle: sin cota de malla. Que he estado en las Cruzadas, que he luchado contra infieles, que soy fiero de narices. Con un par.
Paseando por los alrededores del castillo, digo, repara en que sólo hay un vigilante en la muralla. Él solito. Un cuadro. Eso pensó Ricardo. Claro que el tipo aquel tampoco esperaba ver a un bobo, a esas horas, por los alrededores de la muralla. ¿Y qué hizo? Dispararle. Todavía tuvo suerte Ricardo, porque la flecha se le clavó en el hombro izquierdo. Se le clavó porque no llevaba cota de malla por eso de ir a dar una vuelta, estirar las piernas, y tal.
¿Y qué hizo Ricardo? Dicen algunas crónicas —como siempre, estos asuntos hay que tratarlos con la prudencia necesaria—, que se acercó a la almena y se puso a aplaudir al de la muralla. Que a ver si aprendes a disparar bien, cenutrio, que eres un cenutrio. ¡Una herida en el hombro! A él, que había combatido a los infieles en Tierra Santa y todo eso.
Y pasó lo que tuvo que pasar; que la madera de la flecha se rompió y la punta se quedó dentro, así que hubo que sacársela. Eso, a finales del siglo doce, que de higiene la cosa iba justita, de anestesia menos, y de desinfectante tres cuartos de lo mismo. Total, que la herida se infectó y se gangrenó, y en menos de dos semanas —el día 6 de abril— Ricardo la palmó. Todo por ir por ahí sin protección.
Y no pasan más cosas porque no tienen que pasar.