Ya sabéis que en la guerra vale todo con tal de conseguir los objetivos. Es decir, que a nadie le tiembla un dedo ni dos cuando se trata de cepillarse a x personas —no hay más que ver la segunda edición mundial de mataos los unos a los otros como si no hubiera un mañana—. Y los métodos, los que sean menester. Aunque en eso de los métodos, haylos y haylos.
Lo habitual es causar bajas en el enemigo con todo tipo de proyectiles, a cada cual más sangriento. Ahí la imaginación humana no tiene límites y así lo ha demostrado desde la noche de los tiempos. Por ejemplo, en Mesopotamia, fueron de los primeritos en utilizar la guerra bacteriológica para acabar con el contrario. Se ve que un día le dieron a la mollera y encontraron que, en lugar de comerse los cadáveres putrefactos de los animales, que lo hiciera el enemigo. Así que, venga caballo, mula, perro, gato o lo que fuera por la catapulta. Os los coméis vosotros, vendrían a decir. Ojo, que la cosa no paraba con los animales, sino que los que la palmaban también servían. A la catapulta también. Más de uno y de dos dando palmas con las orejas. Además de quitarse de encima al familiar de turno, que siguiera haciendo de las suyas entre los contrarios. Con esto, además, se pretendía desmoralizar al enemigo. Mirad lo que os espera si no os rendís; y si seguís así, os vais a comer más, y tal.
Claro que lo de las catapultas daba para mucho, porque no sólo servían para lanzar lo que no se quería, sino también animales vivos. Pero animales chungos, tipo avisperos, cestos llenos de escorpiones o serpientes venenosas. Todo eso por encima de las murallas de las ciudades asediadas. ¡Ah! Y no penséis que esto eran barbarismos de nuestros antepasados, que los alemanes obligaron a huir a los soldados de su graciosa majestad Jorge V en una ocasión arrojándolos un enjambre de abejas furiosas en la primera edición de mataos los unos a los otros como si no hubiera un mañana.
Y ahora, una de desmontar falsos mitos. Todos hemos visto alguna película o serie medieval en la que los defensores de un castillo o las murallas de una ciudad arrojaban inmensos calderos de aceite hirviendo y esas cosas sobre el enemigo. Muy peliculero y tal, pero de verdad tiene lo justo; porque el aceite siempre ha costado un ojo de la cara —mirad el oliva virgen extra y me lo decís—, así que como para desperdiciarlo friendo vivos a unos sitiadores. Amén de que en Escocia, Inglaterra o Alemania, por ejemplo, veían el aceite lo mismo que nosotros la selva tropical. O sea, que ni por asomo. ¿Entonces? Se usaba algo más prosaico como el agua hirviendo, arena caliente o —atención, que vienen curvas— orina humana. Yes itis, muralla abajo, orina recogida por litros para ser arrojada sobre los que escalaban la muralla. ¿Qué? ¿Cómo se os queda el cuerpo?