¿De qué color son tus ojos? Eso le preguntaron anoche. ¿Verdes oscuros, negros, marrones? Sonríe al recordarlo mientras el día tiñe de claridad un escenario hasta entonces dormido. El sol del amanecer, que arrolla. El color de tu ojos. La frase resuena en su cabeza cuando apenas ha arrancado un par de tragos a una taza de café que ya humea menos —le gusta caliente— y la voz de Grace Jones camina con firmeza por esa montaña rusa de emociones que es su versión de ‘La vie en rose’. El color de tus ojos.
¿Respondió? Ni en aquella ocasión, ni en ninguna de las anteriores, ni tampoco de las posteriores, que ha habido unas cuantas de las unas y —sospecha— también las habrá todavía de las otras. «Des yeux qui font baisser les miens / Un rire qui se perd sur sa bouche», recuerda que cantó antes aquella cantante de ébano. Los años de aprendizaje del francés le sirvieron de algo a la mujer que sostiene la taza de café humeante. Aunque sólo fuera para traducir letras como la de la canción que, incluso, tararea con calma clavando aquellas pupilas indescifrables en unos cristales que reflejan su rostro suave. Ojos que me hacen caer, una risa que se pierde en su boca. Eso cantó Grace Jones.
Musita un “la madre que la parió” que sólo ella ha podido escuchar. Hay canciones que encierran tanta filosofía de vida que sería imposible recogerla en un libro. De qué color son tus ojos, ojos que me hacen caer. La respuesta a la primera pregunta no la conoce nadie más que la persona que dijo la segunda frase. Hace ya tiempo que partió, y lo hizo llevándose consigo aquel secreto. Está convencida de que nadie más la hará reír como aquella persona, de que ya será imposible que nadie más la haga sentirse única a ojos de quien la amó; de que nadie más conocerá por sus labios de qué color son esos ojos que a todos subyugan.