Tal día como hoy de 1480 vino a este valle de lágrimas una mujer a la que llamaron Margarita, que mandaría mucho, enderezó a un sobrino llamado a mandar más que ella y protagonizó una vida de esas que te la pilla una buena productora y te monta una serie del copón con sus besos, sus lágrimas, sus miradas a la luz de la luna y sus muertes. Un dramón de padre y muy señor mío.
Margarita era hija de Maximiliano de Austria y María de Borgoña. ¿Vemos ya por dónde van los tiros? Pues sigo. El padre, con el tiempo dio el pelotazo como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, una cosa que vestía mucho y por la que había hostias —que se lo cuenten al nieto–. Para empezar, la casó primero con el delfín de Francia. Diez años estuvo viviendo en Francia, la trataron como lo que iba a ser, etc., pero no lo fue; pues a la hora de casarse, Carlos VIII prefirió a otra y mandó a Margarita con su padre.
¿Qué paso después? Lo que tenía que pasar: Maximiliano, que de tonto no tenía ni un pelo, vio que allá abajo —donde acaban los Pirineos— había unos reyes —los Católicos, por aclarar— que venían pegando fuerte, así que la casó con el heredero de aquellos reyes, Juan. Diecinueve palos tenía él y diecisiete ella. ¿Fueron felices y comieron perdices? Pues no, porque Juan se fue para el otro barrio a los seis meses de casarse por culpa de unas fiebres. Las malas lenguas —muy malas— dicen que ella ella ella es —o era— un volcán, como canta La Unión. No aguantó. Pues eso. Más tarde se volvió a casar, esta vez con Filiberto, que también venía de un matrimonio corto —se casó con su prima Yolanda Luisa de Saboya, que tenía nueve años—. Tres duró el matrimonio. Dicen que la palmó por culpa de una neumonía con sólo veinticuatro palos. Tan grande fue ese amor, que Margarita ordenó construir una iglesia en la que lo enterró junto a su madre. El lugar se llama Monasterio Real de Brou y es una cucada, por si le queréis echar un vistazo.
En definitiva, viuda de nuevo, el padre le dijo vente para casa que te voy a dar faena, y se la dio, pues ejerció como gobernadora de los Países Bajos en su nombre. Luego le pidió que metiera en cintura a su sobrino y heredero, el futuro Carlos I de España y V de Alemania, y lo hizo. Y eso que Carlos hubo un momento que la mandó a freír espárragos porque estaba hasta el gorro de ella —con quince años. Cosas de la adolescencia—, pero luego entró en razón y dijo sí tía —familia, nada de colegas—, lo que tú mandes, tía, etc., y la tuvo allí, en Flandes, gobernando en su nombre hasta que se fue para el otro barrio en 1530 después de haber declarado heredero universal a su querido sobrino de todo todito todo.