Hoy, 5 de marzo se cumplen 70 años de la muerte de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili,, más conocido por el apodo de Stalin (en ruso, acero). Así relaté ese momento en la novela:
—Stalin se muere, Arturo.
—¿Cómo? —La cara del teniente era una sorpresa continua.
—En Moscú ya están prevenidos para el desenlace, que se espera para las próximas horas. Su equipo médico así se lo ha asegurado a los miembros del Politburó y allegados que están junto a él.
—Así que ese viejo cabrón se muere…
—Estaba pasando unos días en su dacha de Kúntsevo y, según parece, sufrió algún tipo de ataque hace dos o tres días. Le afectó al corazón y al cerebro. —Malo de Molina se deleitó con el sorbo que dio a su vaso de whisky. Le supo a gloria—. La situación es crítica. Incluso Radio Moscú se ha hecho eco de su estado de salud a primera hora de esta tarde. Stalin se muere, Arturo.
—Y ahora, ¿qué? ¿Se sabe quién le podría sustituir?
—El Kremlin es otro mundo. Cualquier sabe. Molótov, Malenkov… Hasta Beria, que es un cabrón de cuidado. ¡A saber!
—Ya…
Arturo Saavedra giró la cabeza dando buena cuenta de su whisky. Había anochecido. La avenida de José Antonio era un crisol de luces y gente. Prefirió que el general no advirtiera el gesto crispado que tiñó su rostro. La cita con Escolástica Sainz debía esperar hasta el día siguiente. Y todo por escuchar de labios de su amigo, el general Malo de Molina, que Stalin se estaba muriendo. A él con esas cosas, que se la traía al pairo lo que le pasara a Stalin o al mismísimo Caudillo.