Dicen los valverdanos, pues así nos llamamos quienes tenemos Valverde de la Vera (Cáceres) como patria chica, que en el silencio de la noche del Jueves Santo oyen gritos de vilortas que avisan. Avisan. Disponen. Hacen callar. Los murmullos se quiebran y el agua que corre por las regueras hace sonar su voz. Silencio. Es el momento de ‘El empalao’.
Su imagen estremece: cuerpo encordado de cintura para arriba hasta atrapar los brazos atados a un timón de arado, del que cuelgan las ya mencionadas vilortas -una en cada extremo del timón-. Un paño oculta su cara guardando una intimidad no tan celosa según cada cual. Así recorre las pinas y empedradas calles de Valverde de la Vera.
Dicen que el rito se pierde en la noche de los tiempos; que hubo un rey, Carlos III, que llegó a prohibirlo por exceder el castigo en sí, pues a ‘El empalao’, con no tener bastante con su penitencia, también lo azotaban con un látigo; y que, por mucha prohibición que hubiera, ‘El empalao’ se ocultó en las tinieblas de la clandestinidad durante años hasta que pudo volver a cumplir libremente con su manda. Para su fortuna, el látigo quedó en el olvido.
‘El Empalao’ sabe que su camino es duro e incómodo, que tiene que sortear numerosas dificultades para devolver el favor recibido. ¿Qué favor? Una manda, un deseo, una petición. Que haberlo, haylo. Lo que sea, pues no suele fallar a la hora de cumplir. Cada uno cumple la palabra dada. Por eso cada cuesta -y hay unas pocas- es un suplicio. Un trozo de su alma queda impreso en las piedras que pisa sin saber cómo, pues ese es el misterio del rito. Dicen los que lo han visto, y así se lo cuentan a los que aún no lo conocen, que ‘El empalao’ no camina. Se deja llevar. ‘El empalao’ nunca lo reconocerá en público, pero en privado, en la soledad de sus pensamientos, siempre se preguntará por el cómo. En su viaje no existen ni el qué ni el cuándo; al final queda la paz consigo mismo y con lo que crea. Si es que cree en algo, pues algunos, ni eso.
Creencia o tradición. Quién lo sabe. Será la mano que le guía en su recorrido, una mano invisible que casi todos afirman sentir y que los empuja en las duras ascensiones hasta el castillo o la iglesia. Será; o también el aliento, que le insufla fuerzas cuando el ánimo decae. No se sabe a ciencia cierta si la mano y el aliento existen o si no son más que producto de su imaginación. Lo único que sabe, tras haber concluido el rito, ya despojado de las cuerdas que han detenido la sangre que circula por sus venas lo que dura la penitencia, es que está en paz. Esa paz blanca que ha visto a través del velo con el que oculta su identidad ante miles de ojos anónimos. Una paz serena, que es la que envuelve a ‘El empalao’ tras quitarse las enaguas, su única vestimenta, y arrodillarse por última vez. En paz consigo mismo y con su promesa. Hasta el año que viene. O hasta cuando quiera, porque el ‘El empalao’ lo es para siempre.
A la doce de la noche del Jueves Santo, ‘El empalao’ volverá a salir por las calles de Valverde de la Vera con el silencio como única compañía. Ese silencio que sólo conoce ‘El empalo’ y que no se puede describir. Por mucho que me empeñe escribiendo estas líneas.