Dos toques de campanilla

Iba de esquina en esquina tocando una campanilla. Cuando llegaba a una, la agitaba musitando una letanía. Y así, una tras otra. Los ochenta nunca los volvería a cumplir y se llamaba María. De rostro apergaminado y enjuta, parecía romperse a casa paso que daba. Una figura frágil la suya. Pero lo que realmente llamaba la atención de María eran sus ojos, de un azul extraño; una tonalidad que ni en el cielo se podía apreciar en los días más claros ni tampoco en una poza de agua de un glaciar. Ojos que cautivaron a más de uno, que subyugaron voluntades, que provocaron lamentos, que derribaron fortalezas.

Y tocaba la campanilla de esquina en esquina. Lo hacía al atardecer.

—¿Y por qué lo hace? —se animó a preguntar un visitante que reparó en ella mientras degustaba un café en la terraza del único bar de la plaza del pueblo.

El camarero la miró antes de hablar. Se agachó para contarle la historia al oído:

—Su único hijo murió. Tendría quince años o así. Se tiró al agua en el río a la altura del puente una tarde que hacía calor. Venía de segar. Le arrastró un remolino. Nunca se encontró el cadáver.

—¿Qué?

—Ella cree que no está muerto, que regresará con ella. Por eso va de esquina en esquina tocando la campanilla. Lo llama para que vuelva junto a ella.

—En fin…

El tipo acabó el café y se levantó tras pagarlo. Antes de montar en el coche dirigió una última mirada a la anciana, que dejó una esquina para apostarse junto a otra y dar tres toques a la campanilla. Tin, tin, tin, y a por otra esquina. Sin embargo, el tipo cerró la puerta del coche y decidió seguirla calle arriba, que la anciana tomó con una celeridad desconocida para la edad que, a ojos del visitante, aparentaba. La siguió hasta la entrada de un callejón, delante de una de cuyas esquinas comenzó a tocar la campanilla. Los tres toques consabidos. Después, siguió callejón abajo.

El visitante se dispuso a seguirla cuando notó una presencia a su espalda. Unos ojos azules, de un azul tan extraño como imposible de describir le escrutaron con curiosidad desde la oscuridad para, a continuación, buscar con ellos la figura de la anciana. El tipo, con la respiración entrecortada y el ánimo sacudido por la violenta aparición, comenzó a dar pasos hacia atrás con calma. Quería volver al bar y tomar cualquier bebida alcohólica, y cuanto más fuerte mejor, que le ayudara a olvidar las lágrimas que empañaban la mirada tan azul que lo estremeció en la oscuridad.

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