Tal día como el de hoy de 1979, Idi Amín Dada se largó de Uganda echando hostias. El hombre, que tenía prisa después de que lo mandaran a freír espárragos de una santa vez. Yo también lo hubiera hecho si fuera el responsable de haber puesto a criar malvas —es la cifra que se establece como oficial— a cerca de 300 000 personas bajo su dictadura. Ojo, 300 000. Que se dice pronto; más la miseria que dejó a su espalda cuando se largó. ¿Y quién era la alhaja?
Habitual referencia de Jesús Gil —otro que tal baila— en sus monólogos ante la prensa, Idi Amin Dada se hacía llamar su excelencia, mariscal de campo, presidente vitalicio de Uganda, conquistador del Imperio Británico, rey de Escocia, señor de todas las bestias de la tierra y peces en el mar, aunque si lo dejamos en asesino de Kampala —capital de Uganda— y Calígula de África tampoco pasa nada. A los dieciocho años esta alhaja ingresó en el ejército colonial británico; y tras la independencia del país en 1962 se convirtió en comandante de las fuerzas armadas del nuevo país. Todo un logro para un tipo cuyos únicos méritos se reducían a haber sido campeón de boxeo —media cerca de dos metros y la báscula gritaba algo más de cien kilos cuando lo tenía encima— y llegar a segundo de primaria y con dificultad. Leía mal, le costaba firmar documentos ya preparados y su nivel de inglés era de currículum español.
En 1971, aprovechando un viaje a Singapur del presidente Milton Obote, dio un golpe de estado. Y comenzó la fiesta. Lo de menos eran los discursos en los que prometía el oro y el moro, algo que sus ministros veían imposible cumplir, con lo que el Gobierno se le llenó de saboteadores y enemigos, como consideraba a todo aquel que le llevaba la contraria. Mítica es la respuesta que le dio a un ministro de Finanzas que le explicó que no había dinero para acometer sus proyectos: “Eres un estúpido. Si no hay dinero la solución es simple: imprime más billetes”. Así estaba el nivel.
El ministro acabó huyendo a Londres con tal no acabar descuartizado y sus restos flotando en el Lago Victoria a merced de los cocodrilos, como sí le ocurrió al canciller Michael Ondaga. ¿Qué? ¿Cómo se os ha quedado el cuerpo? Pues sí, informes de la policía secreta del país recogen todo tipo de atrocidades cometidas por el muchacho: desde cortar trozos de carne a los prisioneros y obligar a sus compañeros a comerla, hasta prometer el indulto a un preso si mataba a otro con un mazo. Luego encadenaba al autor de la hazaña para que otro hiciera con él lo mismo y así seguía la rueda de un tipo que tenía por costumbre comer cuarenta naranjas al día para aumentar su virilidad. Lo cual debe de ser cierto, pues se cuenta por la cincuentena la cantidad de hijos que tuvo.
Ocho años estuvo en el poder la joya, ocho años. Se largó de Uganda tal día como el de hoy de 1979 antes de que tropas de Tanzania —país que había invadido el año anterior, y a cuyo presidente, Julius Nyerere, retó a subirse a un ring para darse de hostias hasta en el cielo de la boca—, le dieran matarile. Primero recaló en Libia y después acabó sus días en Arabia Saudí con buena parte de sus esposas e hijos. Antes de palmarla en 2003, aún tuvo los santos cojones de decir que le gustaría hacerlo en su país. Que hay que tenerlos cuadrados, desde luego.