El 21 de abril de 1918 se fue para el otro barrio Manfred von Richthofen, el celebérrimo Barón Rojo. Volaba sobre el río Somme, el norte de Francia, en el transcurso de la primera edición de hostialidades a manta –verbigracia, Primera Guerra Mundial–. Aquel día la suerte le dijo ahí te quedas, que ya han sido unas cuantas sacándote las castañas del fuego, y se le acabó eso de seguir volando.
La cosa fue tal que así: junto a sus compañeros del llamado circo aéreo, reconocía las posiciones enemigas a los mandos de un Fokker de color rojo. Todo consistía en vigilar los cielos, y si el enemigo se ponía tonto –o sea, la RAF, la real fuerza aérea británica–, leña al mono, que es de goma; lo que le encantaba, pues hasta la fecha se había cargado ya a unos pocos.
Fue entonces cuando avistaron dos aviones de reconocimiento REB. Para ellos –para él–, cosa de ná. Un par de ráfagas y a otra cosa, mariposa. Pero resulta que, cuando iban a por aquellos dos aviones, éstos comenzaron a dar vueltas y a descender en tirabuzón, girando sin parar, con tal de evitar que los mandaran para tierra. A Manfred, lo de derribar aviones enemigos le ponía más caliente que el palo de un churrero, por lo que se fue a por uno de los aviones. Pero fue mirar para arriba y soltar un cagüensanpijobendito, o como se diga en alemán, al avistar más enemigos. O sea, la RAF con ganas de fiesta. Muchas. Tantas, que empezaron a cepillarse a sus compañeros uno tras otro. Y claro, eso sí que no.
En consecuencia, Manfred agarró con fuerza los mandos de su Fokker y se lanzó a por el primer enemigo que le pillaba más a mano. Sus, y a por ellos y todo eso. Cuando lo tuvo a tiro a través de la mirilla de sus ametralladoras Spandau, le dio bien para el pelo. Pero ¡oh, sorpresa! El avión no cayó, sino que intentó escapar. Y por las narices iba a dejarlo escapar. Se fue a por él como si no hubiera un mañana aún a sabiendas de que el suelo estaba ahí, en el suelo.
Hasta que se dio cuenta de que había picado como un pardillo. En ese momento soltó tres o cuatros insultos de los de antes tras comprobar que venía un avión por detrás, y no a darle los buenos días precisamente.
¿Que qué pasó? Que se acabó lo que se daba para él. Más de 80 victorias en el aire hasta ese día, ese 21 de abril de 1918, que le dejaron el cuerpo como un colador. Se fue para el otro barrio con 25 palos recién cumplidos.
Después, se le enterró con honores militares, sus enemigos le rindieron homenaje –incluso mandaron una corona de flores al entierro en la que se podía leer «A nuestro enemigo galante y digno». Además, en su lápida, que se encuentra en el mismo lugar donde cayó, se inscribió un sentido epitafio: «Aquí yace un valiente, un noble adversario y un verdadero hombre de honor. Que descanse en paz»–, y un grupo español que tomó su apodo como nombre años más tarde le dedicó este temazo: