«¿A qué crees que sabe la eternidad?». Se lo acababa de preguntar por segunda vez el tipo que le apuntaba con la pistola. Ese pequeño cañón, negro como su ánimo, como los pensamientos que nublaban su mente, del que le separaban unos pocos centímetros, apuntaba a su cabeza.
Miró al tipo, una vez más, y se cercioró de que lo haría; ni siquiera le temblaba el pulso. Cuando él quisiera. Una bala y adiós a fumar, a pasear al perro, a disfrutar del placer de tomar una cerveza sentado en una terraza y ver la vida pasar. Y a ella. Sobre todo, a ella.
Había llegado a esta situación por su culpa.
¿Merecía la pena? Sonrió. «¡Claro que sí!». Era la mujer más hermosa que nunca había conocido. Rubia, de interminables piernas y una boca que incitaba a las travesuras más gozosas.
Se dejó llevar.
Y ella supo conducirlo por caminos hasta entonces desconocidos para él. Todo lo recorrido hasta entonces, lo más tristes vericuetos, atajos bacheados con escaso sabor a amor. Ella era diferente. Por eso mereció la pena.
―¿Y tu marido?
―Viajando.
El marido siempre viajaba. Un tipo de éxito que ganaba dinero con tanta facilidad como ella lo derrochaba. Ejecutivo, comercial, algo parecido. De un lado para otro y el mundo como itinerario sin fin. «Hoy París, mañana Londres, pasado San Francisco. Con suerte lo veré algún día este mes». La confesión llegó con la segunda copa que tomaron el día que se conocieron en un bar del centro. Él, expectante, como los guepardos de los documentales que tanto le gustaban; oteaba el paisaje. Su táctica antes de lanzarse a por su presa. Era su modo de vivir, de amar. Ella malgastaba su soledad acodada en la barra. Conocía el lugar, los códigos. Se trataba de mirar, de buscar el calor que echaba en falta. «Sabía dónde me metía. No se lo reprocho». Eso se lo confesó esa misma noche, cuando sus cuerpos se conocieron.
«¿Merecía saborear la eternidad antes de zambullirse en ella?», reflexionó de nuevo sin apartar la vista de la pistola que le encañonaba. Compuso un gesto pensativo y giró la cabeza para verla. Quería que fuera la última imagen que se llevara de la vida. Allí, acurrucada contra un rincón de la habitación, completamente desnuda. Su pelo rubio revuelto, los ojos que gritaban de miedo; la expresión que anidó en ellos al ver entrar a su marido en la habitación, donde los encontró olvidando sus respectivas soledades.
Volvió a mirar al cañón.
«¡Claro que mereció la pena!». ¿Habría otra forma de marcharse de este mundo tras echar el mejor polvo de su vida? Seguramente, no.
―Puedo imaginarme a qué sabe la eternidad.
Antes del ruido la vio por última vez. También otras imágenes, momentos de su vida que le resultaron tan insípidos como resultó ser su existencia. Pero nada como aquellos fugaces segundos que recordaban los instantes gastados en compañía de su mejor aventura, la que le acababa de costar la vida.