Cabo Trafalgar, 5:45 AM del 21 de octubre de 1805

A eso de las 5:45 de la mañana del 21 de octubre de 1805, en la bahía de Cádiz olía que apestaba que allí iban a volar las hostias como panes. O los cañonazos. Lo que viene a ser lo mismo. Pues a aquella hora, a Pierre Villeneuve, vicealmirante francés —el que más mandaba de la armada franco-española reunida—, no le llegaba la camisa al cuello. Estaba indeciso, mirada al cielo —negra como una morcilla asándose en el fuego del infierno—, a un costado del barco, a otro.

Por resumir, mareando la perdiz; cuyo pelaje tenía una pinta de que había que salir a darse aquellas hostias sí o sí. ¿Con quién? Con los ingleses; y con los españoles por compañía. Dale a tu cuerpo alegría, Macarena.

Lo de que tenía que darse de hostias con los ingleses se lo había dejado bien clarito su jefe máximo, o sea, Napoleón Bonaparte. O sales, o te doy matarile, dicen que le ordenó. Y no te lo pienses demasiado, que a lo mejor ni te da tiempo de hacerlo, dicen que le dijo para rematar. A saber.

Contra los ingleses.

Ehhh, Macarena. ¡Aaaay!

«Con lo bien que se está en Cádiz», pensaría Villeneuve. Con sus gaditanas, con esa vida tranquila, relajada; con esa comida que tienen por aquí. Que cómo se come, Pierre. Dios santo cómo se come por aquí, cavilaría sin dejar de mirar el horizonte; por donde adivinaba que debía de andar su viejo amigo Horacio Nelson con ganas de seguir con lo que tenía que terminar de decirle en Finisterre, pero que no le dio tiempo porque Villeneuve salió por patas de allí. Aquel colega llevaba una temporada bloqueando la salida de Cádiz al pie del Cabo Trafalgar. Como viniéndole a decir oiga usted, que aquí tenemos algo pendiente y no vamos a retrasarlo más. Y Villeneuve no quería, oigan. Pero como Napoleón le dijo que qué parte de sal de ahí echando hostias no has entendido, pues así estaba.

Decidiendo.

La última vez que se vieron, en julio del año pasado en Finisterre, Nelson le dio hasta en el cielo de la boca. Y sin misericordia. Aquel 22 de julio amaneció para verlo, con una niebla que no tenía pinta de escampar en toda la santa jornada. No lo hizo. Te cayeron hasta en el cielo de la boca, recordaba Villeneuve. Muertos a punta pala entre los suyos y los españoles —que también andaban en el asunto—, naves desarboladas… Un vodevil.

Para colmo, a Napoleón se le metió entre ceja y ceja tocar los cojones a los ingleses todo lo que se pudiera y más. O sea, hostigamientos por aquí, hostigamientos por allá, la colita has de mover. Y él no quería, no quería oigan. Pero Napoleón sí.

¿Qué quería sacar Napoleón de esa manera de actuar? Aparte de tocar los cojones a los ingleses, que le encantaba, entrar como Pedro por su casa en su propia casa. Lo que viene siendo una invasión a la isla con todas las de la ley. Según él, el plan era perfecto: barcos en dirección a las Indias Occidentales y cuando los ingleses picaran, de vuelta para el Canal de la Mancha, donde junto a otros refuerzos pondría los pies en su sueño húmedo. 160 000 hombres y 2000 buques de transporte. Como para no mojarse pensando en eso. Pero la cosa se estaba alargando más de la cuenta, y por eso Napoleón le dijo aquello de estás tardando en salir; además de que Villeneuve sabía —conocía bien el percal— que Nelson le estaría esperando con los brazos abiertos para el reencuentro. Lo que desconocía es que el viejo zorro inglés —éste sí que sí— lo tenía todo atado y bien atado; y tampoco que un par de noches atrás había cenado con sus capitales para transmitirles su idea de batalla, de lo que ocurriría.

Él, en cambio, ya informó a los suyos también un par de noches atrás en un consejo a bordo de su nave, el ‘Bucentaure’. O salimos, o Napoleón nos corta los cojones, les dijo. Y los españoles presentes en la reunión, los tenientes Gravina y Álava y los brigadieres Churruca y Galiano, que dónde vamos a ir con la que va a caer; que si va a venir un vendaval que se va a cagar hasta la perra; que si no sería mejor permanecer fondeados en Cádiz, que como salgamos nos va a caer la del pulpo y la del calamar. Y Bob Esponja, saliendo de debajo de la piña del mar para presenciar el espectáculo.

Porque los españoles conocían el percal, y mucho mejor que Villeneuve. Vale que ellos, españoles y franceses, arrimando de una parte y de otra, contaban con 33 navíos —18 franceses y 15 españoles— y cerca de 27000 hombres frente a los 27 navíos y cuatro fragatas que transportaban a 18000 hombres por parte de Nelson; 18000 tipos mucho mejor preparados, con unas ganas de darles matarile que no se pueden aguantar, que no, que no. Pero como a Villeneuve le dijeron que su sustituto al frente de la armada — François Étienne de Rosily-Mesros— ya estaba en camino para sustituirle, a morir con las botas puestas, dignidad ante todo; y si Napoleón ordena salir y palmamos, palmaremos con gloria.

Y tanto. Los españoles se lo callaron, pero sabían por boca de los marineros que en la Iglesia del Carmen de Cádiz no cabía ni un alma más cada día, rezando para evitar la escabechina que se iba a desatar.

Total, que a eso de las 7:45 de la mañana, los navíos ingleses comenzaron a virar, con lo que venían a decir sus y a por ellos, y que no quede ni uno. Lo que vino después fueron para muchos horas de incertidumbre y de cargarse encima, hasta que a eso, de las 11:45, el ‘San Agustín’, navío de la flota franco-española, soltó un pepinazo; el Monarca, otro; y también el ‘Royal Sovereing’, y el ‘Santa Ana’ y el ‘Victory’ —nave que comanda Nelson—, así como desde el ‘Fogueux’…

Se desató una hondonada de hostias del copón. Aquello fue para verlo: balas rasgando velas por aquí, seccionando brazos, cabezas o piernas por allá, tirorirorá; astillas saltando como esquirlas, penetrando en todo cuerpo que encontraban a su paso. Sangre, humo, aquello oliendo a pólvora que te cagas; ocurriendo lo que tanto temían Churruca, Gravina y compañía: los españoles tardaban tres minutos de media en preparar el cañón, cargarlo y disparar. Los ingleses, la mitad de tiempo si acaso.

Total, que fueron horas de abordaje, de cañonazos como si no hubiera ningún mañana más; con el ‘Santísima Trinidad’, estandarte de la escuadra franco-española, que empezó causando estragos y sembrando el terror entre los barcos ingleses con sus 140 cañones, recibiendo luego fuego como para incendiar la Antártida y dejarla como un solar. Cómo sería el asunto, que ni siquiera el serrín esparcido en el suelo absorbía la sangre de los caídos, así que las cubiertas parecían un lago de ketchup.

Cuatro horas después, el asunto acabó con buena parte de la flota franco-española en el fondo del mar, matarile; con Nelson muerto, pero convertido en héroe de guerra; con Churruca y Galiano siguiendo su camino junto con otros 4000 pobres desgraciados más; y con Villenueve apresado. Después pasó un año en Inglaterra y luego le soltaron. A su vuelta a Francia, encontraron su cuerpo cosido a puñaladas en un hotel de Rennes. Dicen que Napoleón se acordó de él en cuanto puso nuevamente los pies en Francia. Eso dicen.

Por cierto, que los ingleses sostienen que de los suyos sólo la palmaron 449; y que perdieron muchísimas menos naves —no se lo creen ni hartos de ginebra— que los españoles y franceses.

Dicen.

Siempre han sabido contar la historia mejor que nosotros.

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