Dice Michel de Montaigne que nada fija tan intensamente un recuerdo como el deseo de olvidarlo. Sucede que, en ocasiones, ocurre todo lo contrario, que es necesario recordar lo que fue, retrotraerse a épocas pasadas para valorar lo que ahora se tiene. Cuestión de limpieza mental, de quedarse en paz con uno mismo; y también —parafraseando a un presidente de fútbol— de alertar a las nuevas generaciones y olvidadizos por doquier —legión— de lo peligroso que resulta denostar lo actual desconociendo un pasado que ahora parece enterrado bajo toneladas de olvido. Al loro, que no estamos tan mal y todo eso. Si eres del Atleti y viviste los años del plomo, sabrás a qué me refiero.
Los años del plomo. Qué época aquella. Por delimitarla, entre el infausto descenso a segunda división y el advenimiento de los años de bienaventuranzas con Quique Sánchez Flores primero, y a continuación con —don. Por mucho que a muchos les reviente, aquí se le concede ese tratamiento— Diego Pablo Simeone. Años que dan para escribir miles de líneas y que son el propósito de estas que comienzo a escribir ahora. Años en los que conocimos a jugadores que bien se nos vendían como peloteros de postín, émulos de Maradona, bien te terminabas preguntando de dónde narices los habíamos sacado. Años en los que el banquillo era una pasarela por la que desfilaron desde tipos que juraban estar dispuestos a cagarse en el contrato hasta genios a los que el tiempo ya les había dicho que el suyo no era más que un recuerdo, pasando por quienes no supieron cómo coger al toro —astifino y malencarado— por los cuernos, los que pasaban por allí, o asalariados de la propiedad a los que el dedo cesáreo condenaba cual asiento de una galera. De todo hubo. Años en los que las presentaciones de algunos de aquellos futbolistas abrían las secciones de fenómenos extraños de la naturaleza, de pasen y vean señores lo nunca visto, que es el último fichaje del Atleti, mientras nos institucionalizábamos como la diversión sin fin. Pobrecitos, lo simpáticos que son, otra cabriola, alehop, y que siga la feria.
Simpáticos, muy simpáticos.
Aquello fueron los años del plomo, de ver cómo los jugadores buenos de verdad se marchaban porque el Atleti era poco menos que un llano en llamas, porque era un trampolín sin más para mejores perspectivas, o porque te vendían su venta como una oportunidad para crecer aunque, en ocasiones —cuántas, cuántas—, el dinero de la venta hiciera crecer otras cosas que no eran el potencial de la plantilla precisamente. Sí, niños y niñas, los años del plomo; que servidor se comió como tantos otros muchos soñando con conocer alguna vez las glorias de las que habías oído hablar en casa.
Que llegaron cuando llegó don Diego Pablo Simeone. Ese tipo al que la prensa lapida a la primera ocasión que se le pone por delante; y al que silban, pitan y vilipendian no pocos de los propios corroídos por el mensaje de una prensa que oculta su verdadero temor: que aquel tipo siga haciendo del otrora circo de los años del plomo el elemento contestario por excelencia, el que levanta la voz sabiendo que su voz se escucha cada vez más fuerte, el que se incorpora del suelo del cuadrilátero una y otra vez tras encajar la mayor ensalada de hostias que se pueda encajar mirando a su oponente y retándole para que le pegue más fuerte. Si es que tiene cojones.