Hay curdas de campeonato. La que habían enganchado los dos tipos que contemplaban el amanecer sentados en la playa, al pie del mar, con las olas lamiendo sus pies.
Por ejemplo.
Una manera como otra cualquiera de pasar la resaca.
Olas que también bañaban una botella de whisky a la que le quedaban dos dedos de existencia.
Aquellos dos tipos se conocieron esa misma noche. La soledad, la barra de un local infame y un saludo de cortesía se convirtieron en una conversación entre dos hombres que, acabada la noche y después de dos botellas similares a la que ahora les hacía compañía, parecían conocerse desde siempre.
Risas, gritos, frases inconexas y recuerdos de toda índole junto a reflexiones a cada cual más surrealista que uno y otro fueron escupiendo como vómito del alma, quedaron en el recuerdo cuando el más viejo de los dos —dijo tener cincuenta. Su colega de borrachera, diez menos—, calló. Su silencio lo llenó el mar con sus olas batiendo contra el cercano espigón. El que decidió callar se quedó embobado contemplando un amanecer que sobrecogía.
Lo más parecido a un incendio en alta mar.
Un nuevo día. Otro más en su mísera existencia y en la de su compañero de correrías aquella noche.
¿Cuánto duró el silencio? Puede que un par de minutos. Él mismo se encargó de romperlo:
—Todos nacemos más de una vez.
El tipo se incorporó como pudo, con esfuerzo, y se quedó quieto con la mirada fija en el horizonte. El que permanecía sentado le escrutó como buenamente pudo. Tenía aquel primero una expresión absorta y una nube acuosa que vidriaba sus ojos. Se cruzó de brazos y sonrió. De repente, parecía haber recuperado una sobriedad hasta entonces desaparecida. Bajó la vista para mirar a su compañero de correrías esa noche sin perder la sonrisa.
—Al amanecer. Ahí es cuando todos volvemos a nacer.
Dicho lo cual, comenzó a caminar por la playa, descalzo, alejándose del que seguía sentado junto al mar, sin más rumbo que donde le llevaran los pies. Un misterio por descubrir.
El otro asintió en silencio. Palpando el suelo con la mano derecha dio con la botella de whisky, a la que arrancó la poca vida que le quedaba. Se pasó la mano que tenía libre por la boca para limpiársela y empezó a reír.
—Vaya curda que lleva el colega…
Estaba amaneciendo.