El anciano mira al hombre que tiene al lado con sonrisa socarrona mientras le golpea con el codo. Un gesto cómplice. Se conocen, y por eso se entienden a la primera. Tiene coullies la cosa. Vamos, cojones, le dice sin levantar la vista del espectáculo que ambos presencian. Mon dieu, responde el otro. La misma ácida sonrisa. Menean la cabeza, impertérritos, como si no se creyeran lo que están viendo, pero es cierto.
―Al final ese estrafalario se ha salido con la suya…
El tono irónico del anciano despierta la sonrisa en los que los rodean, que son unos cuantos. Más ancianos, gastadores de tiempo, desocupados y los que pasaban por el lugar contemplan curiosos la escena: un buen número de hombres se afana en la apertura de un inmenso socavón en el Campo de Marte, un vasto parque situado en el séptimo distrito de París, y uno de cuyos extremos lame las aguas del Sena. Pican y pican el suelo, sacan tierra, excavan las entrañas del predio con rapidez en los puntos donde se levantarán los pilares del monumento que se emplazará en dicho lugar. Unos siete metros de profundidad, que es lo que se ha previsto inicialmente.
―Menos mal que cuando todo termine lo echarán a bajo de nuevo. ¡Condenado adefesio! ―responde al anciano su compañero de diálogo y de visión de los acontecimientos.
El estrafalario individuo al que se refirió el primero es Gustave Eiffel; el condenado adefesio que mentó el segundo es la suerte de torre metálica que ha ideado el mencionado ingeniero a partir de los planos de los arquitectos Maurice Koechlin y Émile Nouguier. La van a levantar en ese lugar, en un extremo de lo que en tiempos pretéritos fue un campo de hortalizas y después un campo de maniobras militares. La idea es que se convierta en la atracción de los visitantes que acudirán a la próxima Exposición Universal de París, que tendrá lugar dentro de dos años. Trescientos metros de torre metálica apoyada en cuatro inmensos arcos y que adelgaza en volumen conforme asciende al cielo. Y sí, en París; en pleno Campo de Marte.
―Absurdo, completamente absurdo ―se lamenta el primer anciano.
―¡Seremos el hazmerreír de todos los que vengan a ver esa exposición! ―apunta el segundo―. Ya ve usted, la Francia, ¡en boca de todos!
―¡Qué cosas! ―maldice el primero chasqueando la lengua.
―¡Mon dieu! ―replica el otro meneando la cabeza.
Durante los siguientes cinco meses, los obreros excavarán unos cimientos sobre los que se asentarán cuatro pilares que ascenderán hasta una altura de cincuenta y siete metros, el tope del primer piso; el segundo se encontrará a ciento quince metros. Y así, metro a metro, primero diez al mes, después treinta conforme se alcanzaba la altura definitiva, hasta los trescientos totales. Y un total de siete mil trescientas toneladas de hierro repartidas en dieciocho mil treinta y ocho piezas de cinco metros de longitud unidas por dos millones y medio de remaches.
―¡Mon dieu! ―vuelve a mascullar el primer anciano. Los obreros, mientras, a lo suyo.
Tal día como hoy hace ciento veintinueve años se inició la construcción de la Torre Eiffel, que sería inaugurada el treinta y uno de marzo de 1889. Sobrevivirá a la caída del interés por contemplar el monumento, a dos guerras mundiales y a un incendio, hasta que en la década de los sesenta del pasado siglo se convirtió en el icono de París.
Hoy nadie se lo imagina sin ella. Ni los ancianos, tampoco, de haber vivido para verlo.