Una partida de ajedrez

Llamaron a la puerta. Era de noche. Con gesto de extrañeza, un hombre se levantó del sillón, recorrió el corto pasillo y la abrió. El anterior gesto mudó en asombro. Todo se detuvo: el pestañear de sus ojos, la respiración, el tiempo…

Hasta que estornudó. Tres veces seguidas. Después se dirigió, molesto, a quien había llamado a su puerta:

—¿Es de lana? La capa, digo. ¡Que soy alérgico, coño!

La primera respuesta fue el silencio y pasados unos segundos, una voz cavernosa salió de la boca de la figura enlutada que permanecía quieta ante la puerta:

—Soy la muerte…

—¡Y yo el Ayatola Jomeini, no te fastidia!

El hombre quiso cerrar la puerta, pero la figura enlutada se lo impidió haciendo uso de la guadaña que llevaba consigo. El tipo rezongó. Le esperaba una cerveza recién servida y una lectura que le tenía atrapado sin remedio.

—¡Soy la muerte, incrédulo! —repitió la figura—, y vengo a por ti.

—¿A por mí? —replicó el hombre, que no estaba dispuesto a perder más tiempo—. ¡Ale, para casita, que Jalouín ya pasó!

Intentó de nuevo cerrar la puerta y obtuvo idéntica respuesta. Al contrario que en la primera ocasión, la figura enlutada no habló. Se levantó la túnica con la mano que tenía libre —huesuda, de finos y largos dedos— y mostró al hombre lo que había debajo de ella.

—No hay nada…

—¿Qué te esperabas acaso? ¿A Naomi Campbell con eso de que soy de color? —admitió la extraña presencia con sarcasmo—. Te repito que soy la muerte y vengo a por ti.

—Pues me viene mal —contratacó el tipo.

—¿El qué?

—Que vengas a por mí.

—Me da igual.

—Pues a mí no —insistió—. Acabo de abrirme una cerveza y aún me quedan doscientas páginas de un libro. No pretenderás que me vaya al otro barrio sin acabar las dos cosas, ¿verdad?

—Aquí mando yo —se hizo valer la figura—. Y he venido a por ti…

—Te propongo una cosa. —El hombre miró hacia dentro y después volvió a posar la vista en la figura siniestra que le esperaba en el exterior—. Acabo la cerveza, termino el libro y me llevas donde quieras.

—Tienes que venir conmigo ahora.

—O aceptas, o chapo la puerta y de aquí no me saca ni la Guardia Civil con agua hirviendo.

La figura suspiró y dejó caer los hombros. Poco le importaba esperar un poco más, así que decidió aceptar la propuesta del hombre.

—De acuerdo…

—Pasa entonces, estás en tu casa.

Los dos recorrieron el corto pasillo y entraron en un pequeño salón forrado de estanterías colmadas de libros. En un extremo del mismo había un cómodo sillón orejero y junto a éste, una mesita de cristal y otra de mayor tamaño con cuatro sillas que completaban el mobiliario de la estancia.

—Siéntate donde quieras.

El hombre tomó asiento en su sillón después de invitar a hacer lo propio a la figura enlutada, dio un trago a una jarra de cerveza que había sobre la mesita, de la que también tomó un voluminoso libro, y comenzó a leer. Mientras, su invitado daba vueltas por la habitación pasando de estantería en estantería, revisando los títulos de los libros. Al fijarse en la mesa grande reparó en lo que adornaba su superficie.

—Qué ajedrez más curioso…

La figura enlutada se sorprendió examinando las figuras del mencionado ajedrez: duendes, gigantes, elfos… Y el tablero, una suerte de verde tapiz con las casillas perfectamente delimitadas por finas hendiduras. Un magnífico trabajo.

—Ahí lo tengo. Hace tiempo que no juego.

—¿Y eso?

—No tengo a nadie con quién hacerlo.

—Juega conmigo —le propuso entonces la figura enlutada.

—¿Sabes jugar al ajedrez? —preguntó el hombre, otra vez sorprendido.

—Soy la muerte —volvió a insistir la figura—. Lo sé todo.

—De acuerdo. —El hombre cerró el libro, cogió la cerveza y se la llevó consigo a la mesa grande—. ¿Qué nos jugamos?

Los dos permanecieron pensativos durante unos segundos. Fue el tipo quien deshizo el silencio que los envolvió en ese tiempo:

—Si ganas tú, me voy contigo ahora mismo, y si lo hago yo, te marchas tal y como has venido.

La figura enlutada sopesó el ofrecimiento. Asintió con la cabeza y se sentó ante la mesa y el tablero, dispuesta a jugar para llevarse al tipo. Así dieron comienzo a una partida que duró horas y horas. Una jugada complicada significaba muchos minutos de estudio, de vueltas a la habitación, de controlar la perspectiva del siguiente movimiento desde distintos puntos de vista —arriba, un lado, el otro…—. Gestos que uno y otra repetían. Se estaban divirtiendo.

La noche dio paso al día, y un grito puso fin a la partida.

—¡Jaque mate! —chillo el tipo, alborozado—. ¡He ganado!

—Sí… —se lamentó la figura enlutada.

—Pues ale, bonita, a tu casa, que ya es hora. —El tipo ayudó a levantarse a la figura y la acompañó por el pasillo hasta la puerta, que abrió de inmediato

—¡Y gracias por participar!

La figura enlutada se recompuso la túnica oscura, posó la guadaña en el suelo y comenzó a andar. Al tercer paso se detuvo y se giró. No se había despedido del hombre:

—Volveré a por ti.

—Te estaré esperando —replicó el otro, envalentonado—. Y el ajedrez, también.

—Es posible… Tienes toda una vida de tiempo —hizo una pausa—. Y yo toda la eternidad. Esa partida la tengo ganada.

El tipo vio marchar a la figura enlutada y cerró la puerta. Se dirigió a la habitación con otra cerveza en la mano, que abrió nada más sentarse en el sofá orejero.

—Mira que tiene razón, la jodía —admitió dando el primer trago a la botella, que miró como quien se recrea en un objeto muy deseado—. Pero mientras haya cerveza, ¡habrá esperanza!

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