Los Peterseller dedicaron una canción hors catégorie —como casi todas las suyas— a Niki Lauda; con un estribillo —«agárrate fuerte, Niki Lauda, que viene la curva, Niki Lauda, oreja a la plancha, Niki Lauda»— difícil de igualar. Vamos, casi imposible. Sólo lo hubieran podido superar ellos mismos si se hubieran atrevido a dedicar una canción a la protagonista de las líneas de hoy. Ni más ni menos que Juana de Arco; a la que también le plancharon la oreja y de paso todo lo que la rodea —y cuando digo todo, es todo— en la hoguera el 30 de mayo de 1431. Sí, vale, OMD le dedicó una canción, es verdad, pero muy sosaina. Que no es lo mismo, hombre.
Por resumir el asunto, que casi es más largo que un día viendo sólo Canal Parlamento, Juana de Arco —Jeanne d’Arc en francés, que queda más chic— era una hija más de campesinos. Campesina medieval, con todo lo que eso conlleva. La purria, por sintetizar. Un buen día afirmó haber recibido la visita del arcángel Miguel, protector del reino de Francia; y después, que había escuchado las voces de Santa Catalina de Alejandría y de Santa Margarita, que la guiaron durante su vida. ¿Qué le encomendaron uno y otras? Que se uniera al ejército de Francia para recuperar los territorios ocupados por los ingleses a consecuencia de la guerra de los Cien Años. Nada, que en lugar de escribir cartas y poemas como Santa Teresa de Jesús —otra experta en eso de escuchar voces—, ella se dedicó a guerrear. Y ya se sabe, que quien con fuego juega… Y ella se quemó a lo bestia. Bueno, precisemos: la quemaron.
Cuando la trincaron después de sus andanzas junto a los batallones franceses, simplemente dijo que se había limitado a cumplir la voluntad de Dios. Eso, ante la Inquisición. Con un par; que se vistió de hombre y se presentó de tal guisa ante el delfín de Francia, Carlos VII, jurándole que la habían enviado para reconquistar Francia. Y no es coña, que a la colega la vistieron con una armadura blanca y con un estandarte en la mano —tal y como aparece retratada en numerosas pinturas— y obligó a los ingleses a levantar el sitio de Orleans, derrotó al general inglés Talbot en Patay, y se lanzó contra París un año después de que el delfín fuera coronado como rey de Francia.
Pero lo de París acabó malamente, y peor para ella, porque la cogieron con las manos en la masa. Y la Inquisición, que siempre tuvo querencia por quemar a la peña —aunque no tanta como se cree. Y la española, menos aún. Cosa de las malas lenguas—, tras ver que Juana de Arco no se retractaba de aquello que dijo de Dios, de las Santas y del arcángel, la quemó viva el 30 de mayo de 1431 en la plaza del Mercado Viejo de Ruán, al noroeste de Francia, a la tierna edad de diecinueve años. Después, sus cenizas fueron arrojadas al Sena y aquí paz y después, gloria.
Ahora viene la traca: en 1920 fue canonizada por el Papa Benedicto XV, lo que la convirtió en heroína nacional y santa patrona de Francia. Pero un siglo antes de su canonización comenzó a correr una leyenda—uno de los primeros en levantar la liebre fue el escritor francés Anatole France—, según la cual, tras recuperar París, al rey Carlos VII se le apareció cierta damisela, una joven que hasta el momento se había hecho llamar Claudia, pero a la que varios nobles reconocieron como aquella ante quienes se había presentado haciéndose llamar Juana la Doncella. Eso ocurrió cinco años después de que Juana de Arco ardiera como una tea en una hoguera en Ruán…
Pues eso.