Tal día como hoy de 1789, a los parisinos se les hincharon los cojones. Aquí, tonterías, las justas. Cosas de los tiempos, que avanzaban una barbaridad; y de que la burguesía, la clase pujante, se convenciera de que ella estaba siendo la que partía el bacalao, pero se comía toda la mierda. Total, que aquel 14 de julio se lio parda.
El asunto como tal comenzó hacia enero de ese año, cuando el abate Emmanuel Sieyès escribió un libelo que corrió como la pólvora. ¿Qué es el Tercer Estado? —o sea, la purrela para aquella época— Todo. ¿Qué ha sido hasta ahora? Nada —pues eso—. Algo así como, al loro, nobles e iglesia, que estamos aquí, que cualquier día nos vamos a liar a hostias con todos vosotros y no vamos a parar. Que somos lo que somos, queremos lo que queremos, y estamos mú locos.
También hay que decir que, cinco años atrás, el dramaturgo Beaumarchais ya repartió hostias contra la nobleza como si no hubiera un mañana en ‘Las bodas de Fígaro’. En esta obra, el lacayo protagonista se despachaba con un «los nobles no se tomaban más trabajo que el de nacer». Como para volver a por otra; con una burguesía que bebía del pensamiento de Diderot, Voltaire y Rousseau. Que sabía lo que se traía entre manos; y que pedía un papel en la gestión pública del Estado. Cinco años atrás, ojo. A lo que hay que sumar lo de las colonias americanas, que en aquella misma época le dijeron a la madre patria Inglaterra que hasta ahí había llegado el asunto. Que, a partir de entonces, ellas a lo suyo y la madre patria, a lo que quisiera. Un ejemplo para imitar.
¿Hizo algo la nobleza? ¿Y la Iglesia? No, padre. Así que pasó lo que tenía que pasar. El 5 de mayo de 1789 se celebró la apertura oficial de los Estados Generales —el debate sobre el estado de la nación de la época, para que se me entienda— en el Pabellón des Menus Plaisirs, de París, en el recinto ajardinado de Versalles. Ni Luis XVI, ni tampoco el nuevo ministro Jacques Necker contentaron a los representantes del Tercer Estado. Así que llegó el momento de las deliberaciones. El Tercer Estado pidió que eso se hiciera en conjunto y no por estamentos, como rezaba la tradición. Por resumir el asunto, no les hicieron ni puñetero caso. Contigo no, bicho, y todo eso. En consecuencia, malamente, tra, tra.
Con el paso de los días, el Tercer Estado se constituyó en Asamblea nacional y que ellos mandaban en lo suyo. El rey —presionado por los nobles— dijo a sus representantes en aquel pabellón al que me referí antes que eso ni de coña , por lo que sus representantes recluyeron en el pabellón del juego de la pelota, del que juraron que de allí no los sacaba ni la Guardia Civil si antes no se otorgaba una Constitución al pueblo francés.
El rey, viendo que el percal comenzaba a tener peor cara que los pollos de algunos supermercados, tiró de reformas. Tibias, por no decir infames para los representantes del Tercer Estado, así que la Asamblea Nacional se concedió a sí misma el calificativo de Constituyente. La suerte del rey ya estaba echada.
Luego el colega trató de arreglar el asunto echando a Necker y a otros ministros liberales por presión de la nobleza, que a ver si vamos a tener tonterías con estos muertos de hambre y tal; sacó al ejército a las calles, los bulos corrieron como los toros en San Fermín… Chungo de narices. Entonces, el Tercer Estado decidió crear una milicia urbana, pero faltaban armas. ¿Solución? Ir a por ellas. Aquel 14 de julio por la mañana se sacaron de arsenales, del hospital militar de los Inválidos, de todas partes. Luego, armado y más caliente que el palo de un churrero, el pueblo pasó por delate de La Bastilla, la prisión real. Uno soltó eso de a por ellos, oé, y el resto ya es historia.