A Archibald Leach le gustaba actuar. ¡Joder sí le actuaba! Pero ¿qué pasa? Que no se comía ni eso que estáis pensando como actor en la tierra inglesa que lo vio nacer. Ni eso. Por resumir: que si era un tirillas, que menuda pinta tenía, que dónde iba con esa facha. Lindezas como para que se hubiera cortado las venas directamente. Pero…
No se dio por vencido. Aquello que dice el Cholo —Diego Padre Simeone— de nunca dejes de creer, pues eso. Pues si algo tenía Archibald Leach es que le sobraba arte. Podía regalarlo, que aún le quedaba para hacer con él lo que quisiera. Un parto bien aprovechado el colega, que es lo que tiene curtirse como artista de circo. O sea, que lo mismo se ponía hacer malabares con un arte que no se puede aguantar, que montaba en un monociclo y se quedaba con la peña de las cabriolas que hacía, o se ponía a caminar sobre la cuerda floja.
Que sí, que el circo se le daba de lujo, pero Archibald Leach quería ser actor. Se ve que la primera vez que lo dijo las risas se escucharon hasta en Valverde de la Vera, provincia de Cáceres —que es mi pueblo—. Que dónde iba, insisto, con la pinta descrita líneas más arriba. Y gracias, porque cuando se rascaba en su vida… Tela. Entre que el padre ingresó a la madre en un hospital psiquiátrico porque estaba más para allá que para acá cuando él tenía nueve palos y que también le echaron del colegio a los catorce por un incidente relacionado con unas chicas y su vestuario, se lio la manta a la cabeza y acabó en aquel circo, que se fue de gira por los Estados Unidos a comienzos de la década de los años 2o del siglo pasado. Y, como cantaba Gabinete Caligari, que Dios reparta suerte.
Pero en lugar de regresar a las islas, decidió quedarse allí. Comenzó a trabajar en obras de teatro, en alguna que otra película, hasta que se largó para California. La meca del cine. Lo más de lo más. Una vez allí, se cambió de nombre, decidió llamarse a partir de entonces Cary Grant, y el resto ya es historia.