Los personajes de Mühlberg: Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, tercer duque de Alba. El Gran Duque.

Genio y figura, sin más. Una leyenda si lo vemos con ojos de aquí, de España, y un grandísimo hijo de puta si lo miran desde tierras valonas. ¿Que no es para tanto? Anne de Meyer, la guía que me acompañó en mi recorrido por Brujas para La conspiración de Yuste, me regaló una sonrisa del tipo “no me toques las narices con el asunto” cuando en una conversación salió el susodicho. Por si no lo sabéis, allí, a la hora de asustar a los tiernos infantes, antes —no sé ahora— no se les decía que viene el coco y tal, sino que el que venía era el duque de Alba. Así está el patio.

Nacido en Piedrahita (Ávila) allá por 1507 y criado por su abuelo Fadrique, dado que a su padre García lo pusieron a criar malvas a consecuencia del desastre de los Gelves —una expedición a Túnez, a la isla de Djerba, allá por 1510, que acabó malamente, tra tra—, se hizo persona gracias a la dedicación de uno de los grandes humanistas del momento, Juan Boscán. De regalo, tuvo la suerte de contar con la amistad de un soldado-poeta —no se sabe en qué destacó más y mejor—, que como soldado murió joven, en 1536, al intentar escalar una fortaleza por tierras francesas—, y como poeta se ganó la inmortalidad con el nombre de Garcilaso de la Vega.

Con apenas diecisiete palos, se marchó a Fuenterrabía, a ponerse bajo las órdenes del Condestable de Castilla, que por entonces estaba sitiando la ciudad, con el consiguiente cabreo de su abuelo, que no quería idéntico destino que su padre para él. Pero lo mismo le dio que le dio lo mismo, porque Fernando llevaba la guerra en la sangre. Y, a diferencia de su padre, por ejemplo, él sí salió victorioso de Túnez en 1535; y más tarde, requerido por el emperador, se puso al frente de las tropas imperiales. Allí se las apañó para, primero, evitar el enfrentamiento directo con las tropas del duque Juan Federico de Sajonia durante la campaña del Danubio; y después se lio a darles hostias sin misericordia durante la del Elba, concluyendo la cosa con la victoria en la batalla de Mühlberg el 24 de abril de 1547.

Lejos de arreglarse el problema alemán con esta victoria, el asunto se puso más negro que un pozo minero, y tras el desastre de asedio a Metz en 1552 dirigido por el propio duque, el emperador ya tenía tomada la decisión de liar el petate, despedirse de todo el mundo, y marcharse para Yuste, que ya iba siendo hora.

Ya con Felipe II como rey, Fernando Álvarez de Toledo pasó una temporada en Nápoles, donde ejerció como virrey; y luego subió a Flandes para enderezar el patio, que aquello eran revueltas un día y sí y al otro, también. Y la lio parda. Pero parda, parda. Pardísima, me atrevería a decir. Tan gordo fue el asunto, que Felipe II le dijo que de vuelta a España —sobre el papel del rey prudente también habría que hablar, y mucho, al respecto— y a ver cómo arreglamos la que has liado, que es floja. Es más, la cosa con el hijo de Carlos, o sea, Felipe, no fue muy allá, y llegó a estar preso en Tordesillas junto a su hijo, abandonando la vida pública, y desterrado de la corte en Uceda hasta que Felipe, que quería ser rey de Portugal una vez muerto Sebastián I sin descendencia alguna —los aires de grandeza es lo que tienen—, le pidió que le echara un cable en este particular. El duque cumplió, Felipe se convirtió en rey de Portugal, y como agradecimiento lo nombró condestable de Portugal. O sea, detrás del rey, él, Fernando Álvarez de Toledo.

Antes de que acabara 1582, se fue para el otro barrio mientras se encontraba en las proximidades de Lisboa. Tras ser trasladados sus restos a Alba de Tormes para ser enterrados en el convento de San Leonardo, desde 1983 reposan en una capilla del convento de San Esteban, en Salamanca, por si le queréis rendir visita.

Genio y figura el tercer duque de Alba. El gran duque de Alba.

 

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