El 23 de diciembre de 1986 cayó uno de los últimos récords de la historia de la aviación que quedaba por echarnos a la buchaca: el de la vuelta al mundo sin escalas ni reportar combustible. Es decir: meterse una pechá de kilómetros —41600, para ser exactos— sin pisar tierra ni para aligerar la vejiga; récord vigente desde 1962, que estableció entonces un B-52 de la fuerza norteamericana al volar 12532 millas —19878 kilómetros— desde la base de Okinawa (Japón) hasta la de Torrejón de Ardoz. Y cuando os suelte el dato, se os van a poner los pelos como escarpias: en 9 días, 3 minutos y 44 segundos. Sí, niñas y niños, ese fue el tiempo que estuvieron dos norteamericanos, Dick Rutan y Yeana Yeager, dentro de un artefacto del tamaño de una cabina telefónica —receptáculo que había en las calles antes de la llegada de los móviles para llamar por teléfono. Para los de la LOGSE— con el que batieron aquel récord a pesar de las tormentas, tifones, vientos, averías, calambres, ruido —mucho, mucho ruido, que canta el Maestro Sabina— y fatiga. Nueve días los dos colegas metidos en un habitáculo del tamaño de una cabina de teléfonos. Tela, telita. ¿Vamos al lío? ¡Vamos, pues!
El aparato en cuestión era un avión al que llamaron Voyager con una pinta que echaba para atrás: de aspecto —diseño parecido a un insecto. Feo como él solo— y por su endeblez, construido con fibra de vidrio, kevlar y grafito —sí, como el de las raquetas de tenis—. Un diseño concebido, en suma, para volar mucho tiempo —algo más de 216 horas duró la aventura—con muy poco combustible —cerca de seis toneladas llevaba encima el bicho—. ¿Y los protagonistas de la hazaña? Él, Rutan, tenía 48 años entonces y fue piloto de caza en Vietnam. Ella, Yeager —34—era una experta paracaidista y también pilotaba lo que le pusieran entre las manos.
Cuentan las crónicas de entonces que la cosa tenía cierto contenido simbólico, que no era otro que elevar la moral del pueblo norteamericano tras el petardazo del transbordador Challenger. Razón de más para seguir la aventura e, incluso, emitir en directo el aterrizaje del Voyager en la base de Edwards, a las afueras de Los Ángeles, a eso de las 8:05 horas de California de aquel 23 de diciembre de 1986. “Es absolutamente magnífico, un ejemplo de lo mejor de los pioneros americanos”, dijo, muy peliculero él —había sido actor, no lo olvidemos—, el presidente del país, Ronald Reagan; que venía de pasar unas semanas no muy allá con un asuntillo que casi lo pone de patitas en la calle.
¿Que cómo fue la aventura? Chunga de cojones. Para empezar, Rutan y Yaeger se turnaron al mando del cacharro cada tres o cuatro horas, moviéndose como contorsionistas —cabina de teléfonos, reitero—; siguiendo con que estuvieron a punto de quedarse con la miel en los labios. Doce horas antes de aterrizar, el motor trasero dijo que hasta ahí había llegado —y era el bueno— por falta de suministro de combustible . El delantero sólo se usó para el despegue y en los momentos más difíciles de la aventura. Así que, sin energía propulsora, aquello empezó a perder altura que daba gusto. Hasta llegó a entrar un poco de combustible en la cabina. Finalmente, el motor volvió a arrancar y aquello no fue regocijo, porque estaban los dos para pocas coplas, pero sí al menos alivio; y vientos y tormentas varios, entre ellos el tifón Marge al sobrevolar el Pacífico, o de los primeros sobre el Caribe, que dieron la vuelta al cacharro zarandeando a sus ocupantes.
Pero batieron el récord, que es lo que cuenta.