Que cuando ves las orejas al lobo agachas la cabeza, pides perdón y lo que haga falta si has ofendido a alguien, faltado al respeto o lo que sea menester, es algo que se ve de aquí a Lima. Con tal de salvar el cuello, lo que haga falta, repito. Y más hace siglos, cuando lo de preguntarte si te arrepentías de lo que habías hecho queda para las películas. Muy bonitas y tal. Pero clemencia, lo que se dice clemencia, la justa y necesaria. Los tajos en el cuello, los bailes en el aire con una soga atada al cuello y las fallas con reos atados a un palo eran moneda corriente. En aquellos tiempos, insisto, tonterías las justas.
Así que, si se te presentaba la oportunidad de pedir perdón por cualquier ofensa hecha, perdías el culo. Y eso fue lo que ocurrió el 31 de enero de 1547, cuando los habitantes de Olme —refleja Foronda y Aguilera en su libro de Estancias y viajes del emperador Carlos V. Lo que ahora viene siendo Ulm—, le dijeron que con él, hasta el infinito y más allá; lo cual alegró en suma al emperador, que cuatro días antes, estando como estaba en aquella ciudad, recibió la satisfacción de ver cómo los habitantes de Augburgo —Augsburgo— le venían a decir lo mismo. Con la diferencia de que aquellos segundos —refiere Foronda y Aguilera— «de rodillas, pidieron perdón por sus deslealtades, y clemencia…».
Viene esto porque el emperador encaraba la recta final de su campaña contra una coalición de príncipes alemanes un tanto díscolos —tocacojones los llamaríamos ahora— que recibió por denominación Liga de Esmalcalda. Si meses antes se dedicó a evitar las hostialidades a toda costa, pues se encontraba en tierras alemanas en inferioridad de condiciones —estrategia en la que el tercer duque de Alba, el mítico Fernando Álvarez de Toledo, se batió el cobre—, con el nuevo año fue todo lo contrario.
En consecuencia, y recurriendo a la ya famosa Manquiñada —«vamos a llevarnos bien, porque, si no, aquí van a haber hondonadas de hostias»— desde este momento —31 de enero, insisto— no fueron pocas las ciudades alemanas antes levantiscas contra él que le dijeron vamos a llevarnos bien y todo eso. A lo que ayudaba que el duque de Alba soliera incluir en sus ultimátums el futuro que le esperaba a la ciudad que no se doblegara a la autoridad imperial. Era escuchar por su boca que no quedaría piedra sobre piedra, y ser aquello un crisol de voluntades convencidas, sí bwana, y lo que haga falta, oiga. Y, si quiere, hasta le ponemos un piso o le regalamos un año de cuotas al gimnasio de la ciudad.
Esas cosas de aquellos siglos tan particulares e intensos que vivió la humanidad.