En un viaje a Dublín poco antes de la pandemia, un tipo me aseguró delante de la puerta de un hotel —The Clarence, zona de Temple Bar— que dicho establecimiento pertenece a Bono —el de U2, no José—, a su compañero The Edge y a una serie de socios anónimos más. La historia, la mar de curiosa: U2 comenzó a tocar en las calles de dicho barrio —animado no, lo siguiente— y pronto se hicieron famosos, atraían cada vez a más público, incluso a los trabajadores de los locales y tiendas allí establecidos; lo que no hizo ni pizca de gracia al director del hotel. Un buen día, el colega se plantó delante de Bono y compañía y los mandó a donde amargan los pepinillos. Ale, piojosos, a dar el cante a otro lado. Entonces, según me contó aquel tipo —y es verídico—, Bono le juró que cuando fueran famosos comprarían el hotel —y toda la manzana entera, dicho sea de paso— y lo primero que harían sería ponerlo de patitas en la calle. The Clarence les pertenece desde 1996. ¿Y el director? Pues eso. Palabra de Bono.
Sirva la anécdota para alumbrar ese sentimiento tan humano que es el rencor, aunque no todos somos iguales. Que se lo cuenten a Colón —Cristóbal de nombre y a saber dónde nació—, que tal que el 4 de marzo de 1493 arribó a Lisboa tras descubrir lo que creía era una nueva ruta a las Indias por el oeste. ¿Y quién fue el primero en recibirlo? Sí, Juan II, rey de Portugal; el mismo que le dijo dónde vas, tú la azotea no la tienes muy allá y tal. Déjame de tonterías, que tengo otra cosa entre manos más segura y todo eso. Lo recibió poco menos que como un héroe y Colón le relató todos los pormenores del viaje y de lo descubierto. Cordialidad y campechanía la demostrada por Colón que no hizo tanta gracia a los valedores de su viaje, sus Católicas Majestades; ni mucho menos el interés de Juan II por las tierras recién descubiertas y todo lo que vino después.
¿A dónde quiero llegar? No todos somos como Paul David Hewson. Bono, insisto.
