Tal que el 22 de julio de 1298, a William Wallace y a sus tropas las del rey Eduardo I de Inglaterra les dieron hasta en el cielo de la boca. Fue en Falkirk, en Escocia. Después de esa batalla, Wallace salió de aquello como pudo –malamente, tra, tra, ya lo digo–, reunió a los que quedaron con vida y se dedicó a hacer la vida imposible a los ingleses durante siete años; poniéndolos de los nervios, tirando de guerrilla, que se le daba de cine.
Sí, de cine. Más o menos lo de arriba es lo que nos contó Mel Gibson hace ya unos cuantos años, cuando se le ocurrió narrar la vida del guerrero escocés; que no era un perroflauta ni mucho menos, sino hijo de un noble terrateniente llamado Malcom Wallace.
Para empezar, la historia de Wallace se conoce gracias al poema escrito por un poeta llamado Harry el Ciego allá por el siglo XV. Y eso de ser del norte de Escocia, asalvajado y sin miramientos, naranjas de la China, que nació en la costa suroeste, en la zona de Ayshire. Vale, no era un perroflauta, pero tampoco se le caían las perras de los bolsillos, pues no era el hijo mayor. ¿Qué significaba eso en aquella época? Para empezar, que no tuviera derecho a heredar las tierras de su padre. O cura, o a saber. Así que, cura. Acudió a una abadía y allí aprendió inglés, gaélico, francés y latín. Todo eso, sin salir de Stirling. O sea, nada del tío que se lo lleva a Roma para hacerse un hombre y conocer mundo. Vale, el tío sí existió. Era un cura de aquella abadía. Y otra más: a la mujer con la que se casó a escondidas ni la mataron por aquello del derecho de pernada —que no existía como tal—, y ni mucho menos la boda fue en secreto. En fin, que ni siquiera se llamaba Munro, sino Marian Braidfoot; y la palmó mucho antes de que Wallace se metiera en zaragatas con los ingleses. Pero queda más bonito cómo lo contó Mel Gibson. Dónde va a parar.
Lo de batalla, que se me va la cabeza. Wallace ya había derrotado a los ingleses en lo del Puente de Stirling en 1297 –aquello fueron hostialidades de las buenas–. Como consecuencia de esta victoria, se le nombró Guardián de Escocia. Sus huestes aprovecharon para recuperar tierras conquistadas por los ingleses y también para hostigarlos más allá de sus fronteras, hasta que a Eduardo I se le hincharon los cojones. Esa hinchazón se tradujo en un ejército compuesto por cerca de 26000 soldados de infantería y 3000 caballeros que se encontraron con los que comandaba Wallace cerca de Falkirk; donde los nobles escoceses —la caballería— lo dejaron en la estacada –esta te la comes tú y todo eso– por muchas razones: que si estaban rebotados por su nombramiento de Guardián de Escocia, que decidieron largarse de allí previendo la carnicería que se adivinaba —y que finalmente ocurrió—, etcétera.
Total, que William Wallace fue derrotado en dicha batalla y también se largó del lugar a caballo para salvar la vida, faltaría más. Luego vendría lo de los siete años dando tumbos, etcétera.
Por cierto, ya que estamos con la película de Mel Gibson, que sepáis que el verdadero Braveheart, o sea el corazón valiente, no es Wallace sino Robert the Bruce —el de la perilla, el traidor, el que se vende a los ingleses—, al que cantan las crónicas escocesas como tal. Cosas que una película rodada por un australiano en Irlanda (por el tema de los impuestos) y modelada al gusto americano. Tela.