Joao Leite. Lisboeta, de profesión sus labores. A saber: un ajuste de cuentas, un amante que visita la cama de una mujer casada con demasiada frecuencia, un susto a su debido tiempo… A más peligro, más alta la tarifa. Y cuenta con buenos clientes, pero también con más de un enemigo en ese Madrid que mira con otros ojos cuando las luces se apagan. Joao Leite es de esos personajes que tenía claros desde un comienzo: su papel, su manera de ser, de comportarse. Capaz de llorar sólo con escuchar a Amália Rodrigues y de dejar un recuerdo duradero en forma de cuchillada a quien se tercie al minuto siguiente, en Portugal conoció tantas cárceles que de todas podría contar obras y milagros. Llegó a Madrid con una mano delante y otra detrás a los pocos años de acabar la Guerra Civil, consciente de que servicios como los suyos serían siempre bien demandados y pagados. Y ahí anda, haciendo del silencio su compañía, de la soledad una triste compañera y de la oscuridad su lugar preferido en el mundo. Aunque jure que como el promontorio desde el que veía la luna rielar sobre el Tajo en su Lisboa natal, ninguno.