Liborio Solís, alias el Canelita. Uno de esos personajes al que tenía muchas ganas de hincarle el diente por muchas razones: por el personaje en sí; por su orientación sexual, y más en una época como la que le tocó vivir, oscura y peligrosa para alguien como él; por su manera de entender la vida y de buscársela, echándole cara. Pícaro y ángel a la vez, esa dicotomía tan habitual entre quienes saben que actúan como lo hacen porque no les queda más remedio, y por eso calman los remordimientos que atenazan sus almas siempre que pueden.
Cuando me lo eché a la cara por primera vez, nada más comenzar la novela, entendí que me iba a dar mucho juego. Y así fue. Pues, como el resto del elenco, no dudó en tomar las riendas de su destino. Caminó por sus páginas como quiso caminar, interactuó con los demás personajes como siempre deseó, y en ningún momento forcé situaciones o escenas; ellos mandan, no me cansaré de decirlo, deciden y viven la novela como quieren. Así lo hizo Liborio Solís. Con total libertad. Dejando su huella, que es lo que pretendía. Él y yo.