El 20 de diciembre de 1505, Felipe el Hermoso y su mujer Juana dejaron a sus hijos en Malinas —entre ellos a Carlos, ya príncipe de Castilla— y se prepararon para viajar a España, que tenían un reino que atender y esas cosas. Aunque, insisto, quien tenía un reino que atender era Juana, que para eso era la hija de Isabel y Fernando, esto es, los Reyes Católicos. O sea, la reina era ella. El caso es que Felipe, con la muerte de Isabel, vio la oportunidad de decir aquello tan español —a pesar de ser flamenco— de qué pasa con lo mío toda vez que la muerte de Isabel dejaba el camino expedito a su hija Juana para que heredera Castilla dado que, con aquella muerte, Fernando quedaba únicamente como rey de Aragón. Y a él lo que le gustaba de verdad era mandar, y más estando como estaba su mujer. Sin embargo, el asunto dio para mucho. Y ahora entenderéis el porqué de todo esto.
Para empezar, Felipe dijo que todo tieso para España, que le estaba esperando —a él— un reino. A él, insisto, pues cada día tenía más claro que Juana —pobrecilla ella— estaba más para allá que para acá. Así que, con la muerte de Isabel la Católica, la cosa —o sea, la corona de Castilla— era suya. Por resumir bastante la cuestión, insisto.
Ese 20 de diciembre de 1505, como decía, Felipe les dijo a sus hijos que a portarse bien, que él se marchaba para España en compañía de su mujer para hacerse cargo de lo que consideraba suyo. Que no os desmandéis, nada de cuentos, y un vaso de leche antes de acostarse. Y ya volveré por aquí un año de estos.
Luego, con su llegada a España, se lio un vodevil de tres pares de narices por ver quién controlaba el cotarro —esto es, la corona de Castilla—, con el suegro —Fernando, que no podía ver al yerno ni en pintura— y el yerno —Felipe. Él quería ser rey, y ya— enfrentados por el asunto. ¿Y Juana? Que si estaba cada día más para allá que para acá y que así no podía reinar, insistía Felipe a quien quisiera oírle, por lo que el rey legítimo era él; quien comenzó a ejercer como tal incluso a pesar de que las Cortes reunidas en Valladolid le dijeron que verde las han segado y que a ver cómo era eso de que la reina —la legítima— estaba loca. Que debía contar con ella y vale ya de tanta tontería. Ese pequeño detalle de ser la reina, y tal.
Total, que en estas estaba el asunto cuando en la madrugada del 24 al 25 de septiembre de 1506, o sea, unos meses después, Felipe se fue para el otro barrio con tan sólo veintiocho palos. Los médicos que le atendieron dijeron que por coger frío mientras jugaba a la pelota, aunque hay gente que sostiene que se lo cargó el suegro. Que lo había envenenado, vamos.
En fin, que ese 20 de diciembre de 1505, y es adonde quería llegar, fue la última vez que el futuro emperador Carlos V, con cinco años por entonces, vio a su padre; sin saber que, desde el momento que Felipe la palmó, se convertía en uno de los reyes más importantes que nunca hayan existido ni existirán por la cantidad de territorios heredados.