Vasili Arkhipov

En una ocasión conté el momento cumbre de uno de esos tipos admirables que de cuando en cuando nos regala la raza humana. Hablo de Stanislav Petrov, un teniente coronel del ejército soviético que evitó que todos lleváramos ya unas cuantas décadas criando malvas. Casi lo mismo que otro ruso, Vasili Arkhipov, que también evitó unos pocos antes de aquello que nos quitáramos de encima de un plumazo todo tipo de preocupaciones. La sangre fría de los rusos, que para eso están más hechos a la dureza del clima. Será eso, digo yo. Al lío.

Lo que voy a relatar a continuación ocurrió en uno de esos momentos estelares de la humanidad que, de haberlo contado mi admirado Zweig, daría para novela, película o serie. Pero no pudo ser, porque don Stefan cerró sesión unos cuantos años antes de que sucedieran los hechos que me dispongo a contar, así que seré yo quien lo haga. Una pena. Que no pudiera hacerlo aquél, digo.

A lo que iba. El 27 de octubre de 1962 fue uno de esos instantes cumbre de la historia de la humanidad, con soviéticos y americanos a la greña con lo de la crisis de los misiles; cuando navegar en el Atlántico, tanto por su superficie como por debajo de ella, tenía más peligro que un dónut de chocolate en manos de un diabético. Aquel día, decía, varios destructores norteamericanos se liaron a tirar cargas de profundidad a destajo en el mar, como si no hubiera un mañana. Pero la cosa comenzó a torcerse cuando las cargas no cayeron sobre la piña debajo del mar sino que golpearon a un submarino soviético que pasaba por allí, al que provocaron un apagón en el sistema. El monóxido de carbono empezó a pasear a sus anchas por el interior de la nave y varios marineros se desmayaron. Algunos compañeros pensaron que esos desgraciados ya se habían marchado para Triana por culpa de un ataque de los norteamericanos. En plata, guerra. Hondonada de hostias y todo eso.

Con este panorama, al capitán del submarino soviético, Valentin Grigorievitch Savitsky, le entraron unas ganas tremendas de responder al ataque lanzando los misiles con los que iba armada la nave. Dale a tu cuerpo alegría, Macarena. Lo que desconocía es que el alto mando soviético había sido informado previamente de que las cargas eran de prácticas. Que nada de ataque, vamos. Ejercicios rutinarios y todo eso; que el tal Valentin Grigorievitch Savitsky desconocía, repito, porque no se le había puesto en conocimiento sobre el particular. En consecuencia, decidió apuntar al portaaviones americano al que acompañaban los destructores, el Randolf, con uno de dichos misiles.

El panorama que se avecinaba era precioso: misil soviético hundiendo un portaaviones americano, y acto seguido más de 5.000 misiles surcando el Atlántico respondiendo al ataque y buscando dejar como un solar el territorio del enemigo. Cosa que no ocurrió porque, para ratificar el lanzamiento, era necesaria la unanimidad de los tres oficiales a bordo del submarino soviético. Y el único que se opuso fue Vasili Arkhipov, que pidió prudencia y esperar a que Moscú se manifestara dadas las dificultades para recibir sus comunicaciones. Lo que ocurrió tras unos cuantos minutos de incertidumbre.

Esta historia se conoció en el año 2002, cuando Thomas Blanton, director del Archivo Nacional de Seguridad de Estados Unidos, reconoció que “la lección que podemos aprender de esto es que un tipo llamado Vasili Arkhipov salvó el mundo”. Éste cerró sesión cuatro años antes sin recibir ningún tipo de reconocimiento. Así es la vida.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *