PREÁMBULO
Campamento del emperador Carlos V, entre Lommatzsch y Mügeln (Sajonia, Alemania).
Media tarde del 23 de abril de 1547
Muerto el perro, se acabó la rabia.
Y rabia es mucha la que acumula el hombre que pasea por una tienda de campaña tan vacía como su alma de calor.
Lo hace con paso cansado. Le cuesta andar. Incluso aprieta los dientes. Pasos que duelen.
Muerto el perro, se acabó la rabia.
Al hombre que pasea por la tienda, le gusta ese refrán.
Lo usa a menudo. Le gusta cómo suena, su significado.
Muerto el perro, se acabó la rabia.
Lo masculló en un par más de ocasiones antes de elevar una oración al techo, que es lo que ahora le ocupa.
–A ti, Señor, me encomiendo. Dame fuerzas para hacer triunfar tu nombre por encima de todos los hombres. Concédeme la gloria eterna y seré tu más humilde siervo hasta el final de mis días.
Mira el techo de la tienda con serenidad mientras pronunciaba esas palabras. Después cierra los ojos, se santigua y acaba besándose el pulgar derecho con parecida parsimonia.
Suspira. Mira ahora a su alrededor. La tienda está vacía.
Como de calor su alma.
La soledad. Esa inesperada compañera que llegó a la vida de aquel hombre hace ocho años y a la que no termina de acostumbrarse. Acaso, ¿quién vive cuando la muerte te arrebata a quien más querías? Lo llaman vivir porque respiras, recuerdas, sientes, padeces. Pero miras a todas partes y no la ves.
En su caso, su calor se llamaba Isabel, y ya no lo siente.
La que antes se llamaba Isabel, ahora se llama soledad.
«Sí, Carlos. A eso lo llaman vivir», reflexiona, esbozando una sonrisa colmada de melancolía.
El hombre se llama Carlos, y es rey. El primer Carlos de España. Y también emperador; el quinto Carlos de Alemania.
Y quiere atrapar a otro hombre. Un hombre que ha osado desafiarlo.
«Ya va siendo hora de acabar con él», cavila quien se hace llamar Carlos.
Muerto el perro, se acabó la rabia.
Los golpes de la vida hacen que veas las cosas de otra manera. Te endurecen, enfrían la mirada, secan su brillo. Sacan lo peor de ti. La determinación se ha apropiado del espacio que antes ocupara la indulgencia cuando así lo requería la situación. «Eres el emperador, Carlos. Quien osa enfrentarse a ti, lo paga», piensa, convencido, paseando por la tienda. Pasos cortos, medidos; con una expresión que se endurece conforme recuerda las afrentas recibidas en los últimos meses. Y también por culpa del dolor. Pero tiene que andar, quiere hacerlo.
Es el emperador. Y ahí está, en esa tienda; deseando atrapar a la persona que ha osado desafiarlo. A él. Y eso no lo puede consentir.
Carlos ansía que llegue el momento de tener ante su presencia a la persona que lo ha desafiado para disfrutar de su reacción al saber que va a morir.
–Mi señor –lo interrumpe uno de sus servidores–. El capitán Aldana ya ha regresado.
Carlos siente cómo su respiración, de repente, se agita; y cómo el corazón decide seguir los mismos pasos acelerados. Pom, pom, pom, pom.
–Que pase.
Aldana, vestido con armadura, le dedica una reverencia a modo de saludo nada más poner los pies en la tienda. Capitán de los tercios del emperador y de una recién montada compañía de arcabuceros a caballo –el año anterior, en Nápoles–, Bernardo de Aldana permanece callado a la espera de que sea el otro quien le dirija la palabra.
–¿Y bien?
El recién llegado no puede evitar que se le escape una sonrisa de satisfacción.
–Lo tenemos.
Carlos trata de contener su excitación. Se toma unos instantes antes de responder.
–¿Dónde?
–A tres leguas de aquí, al otro lado del río. En un lugar llamado Mühlberg.
–Mühlberg… –repite el emperador. Da pasos por la tienda, en silencio, mientras el capitán le detalla todo lo que ha averiguado durante su misión. Al fin, pasados unos instantes, que ha empleado en asimilar la información, habla–: Esperad órdenes.
Bernardo de Aldana saluda de nuevo y abandona la tienda.
Ya solo, Carlos toma asiento en su jamuga y apoya las manos en los brazos curvos del asiento. Resopla aliviado, aunque una sonrisa esquinada, un tanto maliciosa, no tarda en apoderarse de sus labios.
–Ya sois mío, maldito luterano –dice, asintiendo levemente–. ¡Al fin sois mío!